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Carta abierta a D’Elía

Estoy preocupado por usted. “Se me soltó la cadena”, dijo, justificando la trompada que frente a las cámaras le dio a quien manifestaba en contra de sus ideas. Cuide su cadena. Quien se define como un dirigente social y va al frente de centenas de personas exaltadas, no tiene derecho a que se le “suelte” así. Con su ejemplo, incita a que se suelten las cadenas de quienes lo siguen.

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D’ELIA EN PERFIL. Durante el reportaje que le realizó Jorge Fontevecchia en diciembre último.

Estoy preocupado por usted. “Se me soltó la cadena”, dijo, justificando la trompada que frente a las cámaras le dio a quien manifestaba en contra de sus ideas. Cuide su cadena. Quien se define como un dirigente social y va al frente de centenas de personas exaltadas, no tiene derecho a que se le “suelte” así. Con su ejemplo, incita a que se suelten las cadenas de quienes lo siguen.
Se habrá enterado de que también a su gente se “le soltó la cadena” conmigo, esa misma noche. Yo no estaba manifestando, nunca hice sonar una cacerola, ni ahora ni cuando pasé la noche del 19 de diciembre de 2001 entre Plaza de Mayo y el Congreso. Como aquella vez, el martes pasado estaba en Plaza de Mayo, trabajando; donde tienen que estar los periodistas cuando hay acontecimientos. Es nuestra obligación ver qué pasa, para poder contarlo. Pero su gente estaba enojada con lo que pasaba, y se la agarró conmigo. Después de golpearme, me indicaron: “Andate, porque te matamos”.
Lo que me pasó a mí no es importante: todo periodista ha recibido más de una vez golpes y palazos en alguna manifestación. Pero lo que le pasó a usted sí es importante. Porque eran usted y su gente los que pegaban.
Mire qué paradójico: las últimas dos experiencias similares que recuerdo en la Plaza de Mayo son las del 20 de diciembre de 2001 y el 14 de junio de 1982.
La última vez, cuando cayó De la Rúa, estaba en medio de los gases lacrimógenos y las balas que, después supe, no eran todas de goma; la anterior fue cuando, en su último acto, Galtieri ordenó despejar a quienes protestaban por la rendición en Malvinas. Pero la represión en la Plaza de Mayo siempre venía de las fuerzas de seguridad; nunca imaginé que algún día vendría de dirigentes sociales y sus seguidores.
Tenga cuidado: hacerse responsable de la custodia de la Plaza de Mayo les ha costado caro incluso a quienes legalmente tenían la potestad de hacerlo. Siempre lograron el efecto contrario. Y usted no parece estar emocionalmente en su mejor momento. Le recuerdo lo que dijo después de esa noche: “Tengo un odio visceral contra los blancos, de Barrio Norte, sépanlo de mi boca… Ustedes piensan que nosotros somos inmundicia, escoria, barbarie. Tengo el mismo odio que nos tienen ustedes, los del norte, a nosotros. Lo único que me mueve es el odio contra ustedes, contra la puta oligarquía; no tengo problemas en matarlos a todos”. Después, usted negó haber dicho las últimas siete palabras sobre “matarlos a todos”. Me alegra, y lamento decirle que “matar” fue la palabra que sus seguidores usaron conmigo.
Pero el solo odio ya no es un sentimiento recomendable para un custodio. En lugar de defender, impulsa a atacar.
Cuando lo entrevisté, hace sólo tres meses, le repetí de distintas formas posibles la misma pregunta, para lograr reconciliar su ideas con la legalidad:
—¿Se arrepiente de haber tomado la Comisaría 24ª de la Boca en 2004?
—Esa noche fui a la comisaría a exigir que detuvieran a un delincuente que hoy está condenado a 15 años de prisión. Y que tenía cuatro capturas, tres de ellas ordenadas desde la Comisaría 24ª. Era evidente, aquella noche, que el comisario y sus oficiales no querían detenerlo porque era socio de ellos. Yo no tomé una comisaría.
—Pero entró a la comisaría…
—¿Las exigencias, desde dónde quería que las hiciera? ¿Desde la vereda? Yo entré a la comisaría a decir: señor comisario, usted tiene que ir a buscar a ese delincuente.
—No puede reconocer un error.
—Yo soy un tipo políticamente incorrecto, no soy un especulador que se baja de posiciones…
—¿No cometió nunca errores?
—Sí, ésa es una pregunta distinta.
—¿Haber entrado en la comisaría por la fuerza no fue un error?
—No entré por la fuerza. ¿Discutimos? Sí, discutimos. ¿Nos gritamos? Sí, nos gritamos. ¿Sabe por qué? Porque dos veces había ido a denunciar penalmente a ese lugar que lo iban a matar a Cisneros.
—Si pudiera volver el tiempo atrás, ¿lo haría de otra forma?
—¿Pero cómo me voy a arrepentir? Soy así, nieto de José María Prieto, republicano anarquista e hijo de Luis D’Elía, un gaucho de la pampa que se bancaba con la vida lo que decía con la boca. Si vuelven a matar a otro compañero en esas condiciones, en cualquier lugar de la Argentina, me van a encontrar a la cabeza de la protesta pidiendo justicia.
—¿Promete que nunca va a entrar por la fuerza en una comisaría?
—Nunca entré por la fuerza.
Así terminó el reportaje: con mi fracaso.
No use más la fuerza, D’Elía. Se hace daño usted; muchas veces, más daño que a quien se la dirige. Y además, les hace daño a las ideas y a las personas que cree defender.
Con respeto y a pesar de los dolores que me dejaron sus seguidores, lo saludo atentamente.
J.F.

Posdata: durante el reportaje, cansado de que volviera a preguntarle lo mismo varias veces, usted me dijo: “Somos dos duros”. Yo le respondí: “Pero yo juego limpio”. Y usted me contestó: “Yo también”. Si alguna volvemos a realizar una entrevista, volveré a insistir en tratar de convencerlo de redimirse ante la opinión pública prometiendo el abandono definitivo del uso de la fuerza para resolver un conflicto, sea cual fuere. Mi dureza se limita a eso.