Un vendedor de fósforos, como un cordero extraviado, se instala en el jardín donde desayunan Edward y Flora. Su mudez desata el derrumbe, una caída en cámara lenta que incluye un pony que emerge sigiloso de las nieblas del pasado.
Rose y Bert alquilan una habitación. A Rose le gustaría que esta pieza fuera el refugio donde el pasado –informe y huidizo como las palabras– no pudiera alcanzarla. Pero un hombre que vive en el sótano la llama por su nombre, incitando a las cosas a ser otras, otras que tal vez nunca hayan sido.
Albert Stokes es humillado por su madre y por unos invitados en una fiesta, así que opta por desquitarse, tan erráticamente como les es dado a los perdedores, con una prostituta que atesora una foto propia de cuando era niña, y la presenta como su hija.
Dos asesinos a sueldo esperan en un sótano las instrucciones para matar, pero sólo reciben pedidos de comida a través de un montaplatos.
Deeley está casado con Kate. De pronto reciben la visita de Anna, una vieja amiga de ella. Esposo y amiga compiten por construir una versión de Kate que los incluya, porque el pasado ocurre todo el tiempo, y es probable que el presente se desvanezca, y ellos con él.
Harold Pinter se ha ido. No voy a despedirlo. Opto por mencionar esos rincones oscuros que vuelven a mí cada vez que pienso que el teatro es algo grandioso, imprecisable y balbuceante frente a la inmensa, tosca y pétrea injusticia del mundo.
Se lo rotuló hace tiempo como “un teatro de amenaza”. Supongo que fue peyorativo. Una manera de decir: es un teatro que “amenaza” con acontecimientos que nunca ocurren. Pinter hizo mucho más que eso: le dio al teatro la posibilidad de la sutileza, algo sin lo cual nuestra actividad sería hoy una pieza de museo.
¿Por qué escribía Pinter una nueva obra? “Para corregir los errores de la anterior.” Simple y cautivante. Implica saber que cada obra es imperfecta e inacabada, y que lo importante no tiene que ver con la producción de mercancías (u obras) sino con el proceso irracional que nos lleva a querer depurarlas. Sin ser religioso, Pinter le ha prestado al teatro de este siglo la capacidad de trascendencia que se basa en el carácter amorfo y sagrado de lo no dicho y de lo que ocurre fuera de las palabras.
Pinter se retira. El autor vivo más importante de mi época empieza a vivir eternamente en cada silencio de Kate, en cada balbuceo de Rose. Pinter ya es infinito, y allí a donde va lo esperan Beckett, Chejov, Williams. Imagino que no se dirán nada. O casi nada. Ya entregados a la contemplación pura. Y sin el estorbo fútil de las palabras.