Cristina Kirchner ha aprovechado su viaje a España como presidente pro témpore de Unasur para sugerir a los países de la Unión Europea que han acumulado fuertes endeudamientos, que no lleven a cabo ajustes fiscales y tomen el ejemplo de la Argentina post convertibilidad para reconquistar el crecimiento económico. Es, en general, lo que trasuntan las declaraciones públicas de los economistas y dirigentes políticos que en 2002 apoyaron el abandono del régimen de convertibilidad.
¡Pobre Europa si Grecia, España y Portugal siguieran este consejo! Por supuesto, no lo harán. En Europa, como en casi todo el resto del mundo, quienes conocen la historia de Argentina en el último cuarto de siglo saben que nuestro país salió del infierno hiperinflacionario, se modernizó y se integró al mundo durante los años de la convertibilidad y, desde 2002 en adelante, volvió a introducir la inflación como problema crónico, se ha estado descapitalizando y está cada vez más autoaislada del mundo, tanto en materia económica como política.
El crecimiento económico que se dio en Argentina desde 2003 en adelante, fue, como en casi todo el mundo emergente, fruto de la fuerte expansión de China y del alto precio que alcanzaron y están manteniendo las mercancías agropecuarias y mineras. Pero la inflación, la ausencia de crédito público, la escasa inversión, el autoritarismo político y la corrupción son manifestaciones claras del retroceso económico y político que ha experimentado Argentina desde que abandonó el régimen monetario que le había devuelto la estabilidad y la había insertado en el mundo.
El proceso de integración Europea y, en particular, su sistema monetario que comenzó con bandas de flotación estrechas alrededor de paridades fijas entre las economías europeas (la denominada serpiente europea) y concluyó en la creación, primero del EMU y finalmente del euro, permitió un proceso de convergencia de los países menos desarrollados hacia el nivel de vida de Alemania que no se observó en ninguna otra región del mundo. No sólo consiguieron baja inflación, sino un ritmo apreciable de crecimiento y, sobre todo, una reducción significativa de la dispersión en la calidad de la infraestructura, los niveles de productividad y el nivel de vida de sus pueblos.
Como ocurrió en casi todos los países y regiones del mundo durante los últimos siglos, el progreso no fue libre de errores, excesos, sobresaltos y crisis. Pero sería necio argumentar que por evitar la crisis que hoy están sufriendo Grecia, España y Portugal, estas naciones deberían haberse abstenido de entrar en el euro. Y más necio aún argumentar que hoy deberían abandonar el euro para evitar tener que incurrir en los costos del ajuste fiscal que han anunciado sus autoridades y que constituyen la condición para el apoyo financiero que han prometido la Unión Europea y el FMI.
Argumentar que abandonando el euro Grecia, España y Portugal podrían evitar el ajuste fiscal es una burda mentira. Si esas tres naciones convirtieran todos sus contratos designados en euros a sus viejas monedas nacionales, para poder dejar que las mismas se devalúen frente al euro y de esa forma reconstruyeran inmediatamente la competitividad de sus economías, les pasaría lo mismo que aconteció en Argentina en el año 2002, cuando el gobierno dispuso la pesificación de todos los depósitos en dólares y generó una devaluación extrema de la moneda nacional.
La consecuencia fue un ajuste fiscal draconiano, que provocó la reducción del orden del 30% de todos los salarios reales y de las jubilaciones y que llevó el gasto público social, como porcentaje del ingreso nacional, a los niveles reales más bajos de la historia. En el primer semestre de 2002 se acentuó el proceso recesivo y la inflación superó el 40% anual. La economía quedó completamente desorganizada y aislada financieramente del mundo.
En materia económica y política el aislamiento no fue total, pero Argentina perdió relevancia frente a sus socios comerciales y políticos y prácticamente desapareció del mapa de la inversión directa de las empresas que tienen estrategias globales. Lo mismo le pasaría a cualquier país europeo que saliera del euro en los próximos meses como Argentina salió de la convertibilidad en 2002.
Hay sí, tres lecciones de Argentina del período 1999-2001 que Grecia, España y Portugal tienen que tener muy en cuenta:
Cuanto más temprano y rápido hagan los ajustes fiscales necesarios para disminuir el déficit fiscal, tanto mejor. Argentina se demoró mucho en hacerlo. La recesión por excesivo endeudamiento y sobrevaluación de la moneda a la que estábamos atados (el dólar) comenzó en el segundo semestre de 1998 y se acentuó desde la devaluación del real, en febrero de 1999. Sin embargo, durante todo el año 1999 el gobierno nacional y la mayor parte de los gobiernos provinciales continuaron expandiendo su gasto y endeudándose con el sistema bancario argentino a corto plazo y a tasas flotantes de interés. Desde el año 2000 comenzó el ajuste fiscal nacional, pero hasta bien entrado el año 2001 ese ajuste no fue acompañado por las provincias, que siguieron endeudándose y emitiendo cuasi monedas. Recién en el segundo semestre de 2001 las provincias se vieron obligadas a reducir sus gastos, pero sus respectivos gobiernos, en particular el de la Provincia de Buenos Aires, en lugar de hacerlo en forma explícita y dentro del sistema institucional, prefirieron adherir a la idea del abandono de la convertibilidad y la licuación de sus deudas por devaluación e inflación.
El ajuste fiscal debe incluir una reforma tributaria que reduzca a un mínimo los impuestos al trabajo. De esta forma se reduce el costo laboral en la economía formal sin que medie una devaluación de la moneda. Argentina intentó utilizar este mecanismo, pero demasiado tarde y en forma muy parcial. A partir de abril de 2001 se pusieron en marcha los planes de competitividad sectoriales, que permitieron que los impuestos al trabajo se tomaran como pago a cuenta del Impuesto al Valor Agregado, pero por tardío y limitado el esquema no llegó a producir una recuperación significativa de la competitividad externa de la economía.
El apoyo externo debe ser utilizado no para permitirles a los acreedores cobrar sus acreencias y retirarse de los países con problemas, sino para garantizar que los países cumplirán con sus obligaciones, pero en plazos más largos y pagando tasas de interés cercanas a las que paga Alemania. En Argentina utilizamos el apoyo del FMI, cuando lo conseguimos, para tratar de seguir atendiendo normalmente los servicios de la deuda, a pesar de que los mercados nos exigían tasas de interés muy elevadas. Y, cuando nos convencimos de que era imprescindible reestructurar toda la deuda pública, canjeando los bonos y acreencias demasiado cortas y onerosas por deuda a más largo plazo y menores tasas de interés, el FMI nos retiró el apoyo y nos empujó al default desordenado de fines de diciembre de 2001. Sería terrible para Grecia, para España y para Portugal, que la Unión Europea y el FMI asumieran la actitud que asumió el FMI en noviembre de 2001 respecto de la Argentina. Los países europeos que hoy enfrentan una crisis de sus deudas, para evitar que les ocurra lo que aconteció en Argentina, deben aprovechar el apoyo externo para alargar los plazos y bajar la tasa de interés de toda la deuda que vence en el período en el que estarán llevando a cabo el ajuste fiscal. De esta forma evitarán que un repentino retiro de ese apoyo pueda poner a alguna de esas economías en la situación en la que se encontró Argentina en noviembre y diciembre de 2001.
Es muy probable que tanto los gobiernos de la Unión Europea como el propio FMI tengan hoy claro que provocar en Grecia, en España o en Portugal una situación como la que vivió Argentina a fines de 2001, tendría consecuencias nefastas no sólo para esos países, sino para toda Europa y, muy probablemente, para la economía global.
Pero vale la pena hacer la advertencia, porque no sólo en nuestro país se escuchan voces como las de Cristina Kirchner, que recomiendan como solución la salida de los países del euro, sino que hay una corriente de opinión política y profesional en los EE.UU., que hace la misma sugerencia. Se trata de los mismos economistas y políticos que piensan que la solución de la crisis norteamericana pasa por una fuerte depreciación del dólar, inducida por una política monetaria muy laxa en ese país, mientras sigue expandiendo su gasto público y su endeudamiento.
A diferencia de la posición de Cristina, que es puramente ideológica y persigue seguir engañando a la opinión pública argentina, la posición de estos políticos y economistas norteamericanos responde a la pretensión de evitar que la moneda europea pueda llegar a jugar un papel equivalente al que ha venido jugando el dólar en el mundo. Sólo así se entiende que a la depreciación del euro desde los niveles exorbitantes a los que lo había llevado la política monetaria norteamericana, mientras los europeos seguían enfatizando la ortodoxia antiinflacionaria alemana, se la presente como la “destrucción” del euro.
Destruir al euro sería precisamente forzar su reemplazo por las viejas monedas nacionales en los países que hoy enfrentan problemas. Que el euro vuelva al valor que tuvo en su comienzo (1,17 dólares) o incluso el valor mínimo que alcanzó en 2001 (0,82 dólares) no significa que esa moneda se esté destruyendo, sino simplemente que Europa está aplicando la misma metodología que utilizó EE.UU. para sacar a su economía de la crisis de las hipotecas.
A nadie le deberían caber dudas de que un euro más depreciado será el principio de la solución para Grecia, para España y para Portugal, tal como la depreciación del dólar a partir de mediados de 2002 hubiera aportado buena parte de la solución a la crisis argentina, sin necesidad de que Argentina abandonara el régimen monetario que tantos beneficios le había aportado durante la década del 90.
*Ex canciller y ex ministro de Economía.