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Celdas vacías

Si por regla morfológica general el envase da cuenta inequívoca del contenido ausente, las cárceles abandonadas no son ninguna excepción: la falta de personas sólo aumenta la precisión con la que imaginar el infierno.

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Si por regla morfológica general el envase da cuenta inequívoca del contenido ausente, las cárceles abandonadas no son ninguna excepción: la falta de personas sólo aumenta la precisión con la que imaginar el infierno. Visitar Caseros, o lo que queda, es sumergirse en un infierno señalizado en medio de un trazado urbano ridículo, de manual, que hace convivir bicisendas y metrobuses con cárceles inhumanas. Hace un tiempo hice un programa de arquitectura sin saber mucho sobre el tema. Privilegio de actor. Desde entonces me ha quedado el tic de mirar los edificios como envoltorios de planes (humanos o siniestros) de los Estados, del poder. El diseño carcelario hubiera merecido un capítulo completo.

Pero ahora me toca filmar una película de época en Caseros, que se presta como escenografía generosa para cualquier reconstrucción. Pedimos prestado el horror. Actuar así es fácil. La arquitectura de Caseros ni siquiera conoce la eficiencia del temido panóptico; esta pulsión por confinar al recluso es previa a toda eficacia, es apenas un laberinto, un mal mapa, un habitáculo de castigo y de tortura. La secuencia infinita de rejas, demorando el pasaje hasta lo indecible; la privación de toda intimidad en lo uniformado de lo colectivo; el sarcasmo del aro de básquet junto a la Virgen del patio, dos invitaciones distintas a embocar; las carpetas abandonadas que nadie abrirá nunca (la cárcel funciona como algún tipo de archivo): todo hace pensar en un plan arquitectónico diabólico con vista directa a una ciudad inmediata. ¿Quién mira a quién a través de estas ventanas enrejadas?