Las protestas de los chalecos amarillos que incendiaron París llevaron a que muchos hablaran del “ocaso de la democracia”. Lo mismo ocurre frente a resultados electorales que disgustan al “sistema”. Sin embargo, una defensa madura de la democracia exige revisar juicios apresurados.
Empecemos por destacar los rasgos que diferencian a ambos fenómenos sin desconocer aquellos que comparten. Se diferencian tanto por su representatividad (medida por el de número de personas que participan) como por los métodos utilizados. Los chalecos amarillos reunieron unas 285.000 personas en su mejor momento; mientras los votantes que se apartan de las propuestas tradicionales de la política se cuentan por millones. Por otro lado, mientras los primeros utilizaron la violencia para expresar su descontento, los votantes “antisistema” utilizan el mecanismo básico de toda democracia: el voto emitido en condiciones que garantizan la expresión libre de su voluntad.
También tienen puntos en común, siendo el principal el de expresar un rechazo a lo que “el sistema” les ofrece. Incluso cuando la protesta es pacífica debe considerarse también como un legítimo derecho que la democracia otorga a los ciudadanos. Legitimidad que se pierde cuando se recurre al uso de la fuerza y de la violencia, dado que en ese caso se apropia de una atribución propia del Estado que es el que tiene “el monopolio de la coacción física”, como lo recuerda Weber.
Pero ¿qué entienden por “el sistema” los que protestan contra él? Para la mayoría de ellos, “el sistema” está constituido por un conjunto de actores que varía de una sociedad a otra, actuando con diferentes grados de articulación. En primer lugar están los partidos políticos tradicionales, que vienen ejerciendo las funciones de gobierno “en representación” de los ciudadanos sin estar a la altura de sus obligaciones. A ellos se suman analistas de diversos medios que privilegian las formas republicanas de gobierno sin atender a los resultados socioeconómicos que resultan de esa “representación”. “Sistema” que suma a su defensa de una forma particular de democracia un cierto temor a perder el poder.
La descalificación del voto libre y legítimo de los ciudadanos que hacen de él algunas corrientes de opinión termina siendo una preocupante distorsión de los principios básicos del proceso democrático. Una lectura correcta de ese voto debiera señalarlo como el ejercicio de un poder soberano que se rebela frente a sus malos representantes que han fracasado en sus funciones al no haber sabido encontrar las soluciones a sus demandas. Todo agravado por la conducta de muchos de esos representantes que utilizan su función para el manejo discrecional de los recursos públicos, configurando muchas veces delitos de corrupción.
Nuestro país no es ajeno a las protestas violentas y al voto poco republicano. Voto que muchas veces expresa el rechazo al gobierno de turno más que una elección por lo nuevo. Los ciudadanos se van cansando del “roban pero hacen” al ver que los robos superan con creces a lo que hacen.
Por otra parte, nuestro país ofrece particularidades que no siempre se observan en otras latitudes. Dejando de lado la discusión sobre si el populismo está o no entre nosotros desde hace décadas, interesa detenerse en un tipo de protesta que deja a los chalecos amarillos como un episodio menor. No se trata de los piqueteros que lesionan el derecho de todos a circular libremente por el territorio nacional; ni de la violenta toma de canales de televisión por el “delegado” de Francisco en nuestro país (el joven abogado Grabois), sino de la acción de violentos encapuchados que utilizan morteros para arrojar proyectiles, en connivencia con diputados de la Nación que se prestan para negar al Parlamento la facultad de dictar las leyes de la república. Estas acciones que buscan imponer por la fuerza una institucionalidad no legitimada por el voto ciudadano sí que presagian el “ocaso de la democracia”.
*Sociólogo