Durante la dictadura de Pinochet, en Chile se instaló un sistema único en el mundo del mercado educativo que ahora, por primera vez, está siendo debatido. Chile es el único país donde se instalaron de forma universal los vouchers educativos: el alumno decide si quiere ir a una escuela pública o privada y el Estado lo acompaña con una subvención.
Las escuelas con más alumnos reciben más recursos, las que tienen menos deben cerrar. El sistema fue instalado por la dictadura de Pinochet con el consejo de los economistas liberales de la Universidad de Chicago. Uno de sus efectos fue la disminución de la educación pública, que pasó de tener el 90% de los alumnos en la década del 80 al 36% actual. Las familias pasan a escuelas privadas con financiamiento estatal, buscando escapar a los pobres, tener más seguridad, contención, igualdad de clase social, en búsqueda de proyectos educativos religiosos o de más calidad.
Por una ley de la democracia, cada escuela puede cobrar cuotas, lo que aumentó la segregación. Es un sistema educativo de clase social, estratificado. Las escuelas públicas, municipales, son el refugio de los pobres, mientras que en las escuelas de elite se forman los gobernantes.
Chile es extremadamente desigual. Pese a que su PBI creció más que ningún otro en la región desde 1990 y a que disminuyó la pobreza radicalmente, su coeficiente de Gini es más alto que el promedio de América Latina, la región más desigual de la tierra.
Chile mejoró la calidad educativa, medida en pruebas nacionales e internacionales, como el PISA. El Estado invirtió mucho, triplicó salarios docentes entre 1990 y 2010, brindó jornada completa para el 80% de los alumnos, reformó el currículum, evaluó a las escuelas y docentes y dio apoyo e incentivos para la mejora. Todo impactó positivamente, pero no revirtió la desigualdad entre escuelas, basada en el origen social de los alumnos.
Michelle Bachelet asumió su segundo mandato con la prioridad de frenar la desigualdad educativa. Para ello, comenzó con una reforma tributaria para cobrar más impuestos a los que más tienen, y una reforma educativa para romper el esquema de mercado. Los tres primeros pasos se están debatiendo: eliminar el fin de lucro, el cobro compulsivo a las familias y la libertad de selección de los alumnos de las escuelas particulares subvencionadas. El objetivo es que en las escuelas subvencionadas por el Estado todos tengan igual derecho de acceso y no puedan ser discriminados.
Las resistencias son fervorosas. La Iglesia reclama poder seleccionar a los alumnos porque sólo puede enseñar a quienes aceptan su proyecto educativo. Los que lucran con las escuelas subvencionadas no quieren perder esa posibilidad ni la de cobrar a las familias y tener ambientes socialmente homogéneos.
El debate implica cambiar una sociedad desigual integrando a los niños y jóvenes en escuelas públicas (gestionadas por el Estado o por privados). El gobierno teme perder el apoyo de las clases medias, amenazadas con compartir la escuela con los sectores populares.
Recientemente se propuso un sistema de inscripción digital de alumnos, similar al que instaló el gobierno de la Ciudad (sólo para escuelas públicas). Así, todos tendrán igual derecho a ir a las escuelas financiadas por el Estado, sin discriminación. Mientras que en la Argentina el sistema fue resistido por los defensores de la escuela pública porque se perdía el contacto humano con la escuela, en Chile fue atacado por la Iglesia, que argumentó que el ideario institucional no es para todos.
Cambiar las desigualdades requiere certezas en los caminos, diálogo, decisión e institucionalidad democrática. El destino de injusticia de los niños pobres podría seguir adelante incluso en países donde la calidad educativa crece. Pero la calidad no es un promedio (que esconde la marginación y la desigualdad), sino la posibilidad de cambiar su destino. Chile finalmente lo entendió.
*Investigador principal del Cippec (Centro de Implementación de Políticas Públicas para la Equidad y el Crecimiento), www.cippec.org @CIPPEC