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huntington, la democracia y el islam

¿Choque de civilizaciones?

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“Los principales conflictos ocurrirán entre grupos pertenecientes a diferentes civilizaciones. Las líneas de falla entre las civilizaciones serán las líneas de batalla del futuro”.  El choque de civilizaciones, Samuel Huntington.

Habían pasado sólo cuatro años de la caída del Muro de Berlín y dos del desplome de la Unión Soviética, cuando la revista Foreign Affaires publicaba en 1993 un sorprendente artículo que marcaría la discusión política, intelectual y diplomática de la pos Guerra Fría. Bajo el desafiante título de “¿El choque de civilizaciones?”, el académico estadounidense Samuel Huntington planteaba la controvertida tesis de que, tras el enfrentamiento ideológico que había dividido al mundo por medio siglo, llegaría una lucha planetaria con “civilizaciones” en pugna.

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El ensayo venía a sumarse a la línea iniciada por Francis Fukuyama, otro intelectual conservador norteamericano que se entusiasmó por la derrota de Moscú, y había anticipado El fin de la Historia. Pero el trabajo de Huntington –que en 1996 dejaría los signos de pregunta para convertirse en el libro El choque de civilizaciones y la reconfiguración del orden mundial–, iba más allá al anticipar un paradigma que estallaría con el 11-S.
“Mi hipótesis es que la fuente fundamental de conflicto en este nuevo mundo no será ideológica o económica. Las grandes divisiones entre la humanidad y la fuente de conflicto dominante serán culturales”, advirtió Huntington adelantándose a los que más tarde anunciarían su Cruzada contra el islam.

Retomando la tesis de Arnold Toynbee, que se basaba en campos políticos, Huntington trazó un enfrentamiento entre cosmovisiones que se alejan de lo geopolítico para caer en valores religiosos o tradicionales. El hombre que tuvo gran influencia en los policy makers del Pentágono, el Departamento de Estado y otras áreas del poder de Washington, ofrecía un decálogo de “civilizaciones”: occidental (Estados Unidos y Europa occidental), ortodoxa (Rusia y Europa oriental), latinoamericana (América latina y el Caribe), oriental (China y Asia Pacífico), hindú (India), judía (Israel y la diáspora hebrea), japonesa (Japón), subsahariana (Africa central y del sur), budista (Tibet y norte de India) y musulmán (Oriente Medio, el Magreb, Afganistán, Pakistán, Malasia e Indonesia). Pero advertía que uno los desafíos centrales para Occidente era, precisamente, el mundo islámico: una cultura que, según el autor, no compartía conceptos de libertad, democracia liberal y apertura económica.

Muchos analistas observaron tras la declaración de Guerra al Terrorismo y la entronización de Osama bin Laden como la figura emblemática del nuevo “eje del mal”, la concreción de la tesis de Huntington y por muchos años, su libro alimentó la hoguera de la islamofobia.
Pero lo que se estuvo observando por estos días en el “mundo musulmán”, desde que estalló la ola de cambios en el norte de Africa, es algo muy diferente a lo que había vaticinado Huntington: un movimiento laico, ciudadano y pacífico con proclamas de reformas democráticas que el profesor de Harvard sólo había reservado para Occidente.

Tanta es la confusión que, incluso, Al Qaeda ha sufrido el impacto. Las marchas que se multiplican por Túnez, El Cairo o Trípoli no llevan pancartas con imágenes de Bin Laden, y hasta el egipcio Ayman Zawahiri, vocero de la red terrorista, se ha quedado mudo. Los llamados a una jihad en contra de Occidente no son los que más se escuchan en el Magreb, la Península Arabiga y Oriente Medio y el radicalismo islámico no ha sido la inspiración de estas protestas antiautoritarias.

Es que la libertad no es un valor exclusivamente occidental. Los hombres y las mujeres, y los jóvenes y ancianos que juegan su vida en cada uno de los países que estallaron desde la Revolución de los Jazmines, son la prueba más fehaciente. A pesar de Huntington.