Hace algunas semanas, en la selección que de The New York Times distribuye el diario Clarín, apareció una nota titulada “Antropólogos para asesorar a los militares”. Con ese tono de ir directo al grano que tiene el periodismo norteamericano, el texto –datado en Valle de Shabak, Afganistán– comenzaba diciendo: “Los paracaidistas estadounidenses se valen de lo que consideran una nueva arma de enorme importancia en las operaciones de contrainsurgencia en esta zona aislada del este de Afganistán: una antropóloga civil llamada Tracy”. Tracy (de quien no se menciona el apellido por “razones de seguridad”) integra el primer equipo de terreno humano, un programa experimental del Pentágono que asigna a antropólogos y otros especialistas en ciencias sociales a las divisiones de combate en Irak y Afganistán. En el párrafo siguiente, el coronel Martin Schwitzer, comandante de la 82ª División Aerotransportada, que trabaja con antropólogos, señala que “las operaciones de combate de la división se redujeron un 60 por ciento desde febrero, cuando llegaron los especialistas en ciencias sociales”. Para luego continuar, exultante: “Ahora los soldados pueden concentrarse más en mejorar el nivel de seguridad, la salud y la educación de la población”. Para terminar, ya casi en éxtasis: “Vemos las cosas desde una perspectiva humana, desde el punto de vista de las ciencias sociales”.
Las declaraciones del coronel, y el artículo en general, tienen un tono exagerado, hiperbólico, casi humorístico: uno no puede dejar de pensar en Cha-cha-chá, en el gordo Casero disfrazado de militar carapintada formulando declaraciones surrealistas en clave marcial. Sin embargo, detrás del chiste (¿pero qué chiste?) vale la pena detenerse en la frase final del comandante, dicha por él en afirmativo, pero que debe ser reformulada como pregunta: ¿cuál es el punto de vista de la ciencias sociales?
Por supuesto que más adelante en el artículo, aparecen voces de protesta: “En el ámbito académico comenzaron a surgir críticas y califican al programa de ‘antropología mercenaria’”. La mención al ámbito académico remite a un sinfín de afirmaciones vacilantes. ¿Pertenece Tracy al ámbito académico? En principio, se diría que no. Pero para ser antropóloga, seguramente debe haberse graduado en alguna universidad. ¿No es eso ya pertenecer al ámbito académico? O en otros términos: ¿qué es el ámbito académico? ¿Cuáles son sus fronteras? ¿Sus límites?
La exageración no es buena consejera para el pensamiento crítico. Sin embargo, por debajo de esta historia risueña (¿pero qué tiene de risueña?) reaparece la pregunta por la relación entre las ciencias sociales y el control social. Las ciencias sociales siempre se debatieron en esa tensión irresuelta. Por un lado, la de formular un pensamiento riguroso que ayude a develar los mecanismos de dominación económicos, políticos y simbólicos. Pero a la vez, la de contribuir a un conocimiento más acabado del funcionamiento de lo social que termina favoreciendo los mecanismos estatales (y privados) de control sobre las poblaciones. Pero la tensión no opera como antagonismo entre, de un lado, el ámbito académico, y del otro las encuestas de marketing, es decir, entre un polo impoluto, entregado con fervor al pensamiento crítico, y del otro, la bastardización de ese saber bajo el modo de los estudios de mercado. Es cierto: las encuestas y los estudios de mercado son formidables aparatos de gerenciamiento (y luego de diseño y control) de los imaginarios sociales, los gustos, las opiniones y las percepciones de los diferentes grupos sociales. Esto ha sido mil veces dicho (aunque no por eso es menos verdadero). Mucho menos dicho, es que las ciencias sociales en su ámbito académico muchas veces incluyen también esta dimensión de la búsqueda de un orden, de un modelo explicativo unívoco, que termina convirtiendo al cientista social en un mero técnico estatal. ¿Y si Tracy en vez de ser la oveja descarriada del rebaño científico fuese su caso más extremo, su cara más trágica?