En abril pasado César Aira fue jurado del Bafici. Me lo encontré en la cola para ver una película y me comentó que en el transcurso del año aparecerían cinco libros suyos. Terminó 2010 y tengo los cinco libros en la mano, como si se hubieran materializado desde la nada en un acto mágico, bastante aireano. Los cinco libros son de editoriales distintas y su aspecto es distinto también. En materia de editores, la dispersión de los setenta volúmenes de Aira lo asimila a la protagonista de aquel tango que conocía “desde un bar tipo Martona hasta el cabaret más flor”. Las desaparecidas lecherías, tan autóctonas, sirven como una buena metáfora para Belleza y Felicidad, que publica los libros más modestos e ingenuos de plaza, mientras que el Gran Grupo Multinacional podría ser perfectamente el cabaret, con la connotación algo peyorativa que la palabra adquirió con el tiempo.
De Belleza y Felicidad es precisamente el más corto de los cinco libros, El perro, una plaqueta de 12 páginas impresa en fotocopias en las que Aira escribe la frase “Qué triste era ser un perro”, a la que no se animaría ninguno de sus colegas y en la que sus fieles seguidores sabemos reconocer su profunda inspiración filosófica. Aira, lo sabemos, es un escritor triste, cada vez más triste, y sus libros felices tienen por eso aun más valor ante nuestros ojos.
El segundo libro se llama El té de dios y tiene apenas unas páginas más pero un aspecto más colorido y elegante. Está editado por Mata-mata, ediciones latinoamericanas de Guatemala, elección que subraya la misteriosa conexión que Aira tiene con Centroamérica. Es un libro dedicado a una investigación científica que se disimula mediante la fantasía literaria. Aira, como Einstein, practica experimentos mentales que a menudo tienen como tema el empequeñecimiento, lo infinitamente chico. Es curiosa la cantidad de veces que en su obra aparecen tanto enanos como procesos de reducción o, como en este caso, partículas subatómicas infinitesimales que atraviesan todos los mundos posibles y se instalan en el lenguaje. Alguna vez, Aira llamó “poesía del microscopio” a la estrategia para evitar la sospecha de que “ya se lo escribió todo” y poder “hacer arte y literatura modernos”.
Leer a Aira se ha convertido en una experiencia cada vez más radical, más impredecible, y eso se nota especialmente en los tres textos más largos del 2010: El divorcio (Mansalva), Yo era una mujer casada (Blatt & Ríos) y El error (Mondadori). Las tres novelas tienen en común algunos motivos, como la desavenencia conyugal y la escultura, actividades que parecen estaciones de un movimiento que parte del encierro de las convenciones y desemboca en la libertad del arte. Sin aviso, la escritura salta de la cotidianidad a la metafísica y del delirio a la teoría. Es un camino de extraordinaria fertilidad, una escritura que deconstruye, destruye y a la vez reconstruye la escritura en cada línea mientras reflexiona sobre su estatuto. Aira está logrando el milagro de que sus libros den la impresión de escribirse solos, por fuera de los mitos del escritor y de las historias. Al mismo tiempo, empieza a ocupar un lugar en las letras mundiales que sólo una gran ceguera puede negarle. “Seguía esculpiendo por la simple razón de que lo hacía cada vez mejor. Podía parecer vanidoso que él lo dijera, pero en realidad era el único que podía decirlo (...) La maestría era secreta, hecha de sensaciones difícilmente comunicables”, dice Aira de uno de sus escultores, quien teme –en el ápice de su arte– que “las hienas empiecen a hablar de decadencia”. Hay tanto humor como verdad en estas frases, como seguramente los habrá en uno de los productos Aira de 2011: el libro sobre el festival de cine que publicará, según dicen, el propio Bafici en abril próximo.