La edición 2010 de la Viennale fue particularmente feliz, aun considerando sus altos estándares habituales. ¿Qué es lo que hace a este festival de cine tan distinto? Tal vez haya mucho de esnobismo en la nostalgia que se dispara al visitar los cafés de la ciudad, asomarse a sus museos, recordar a sus artistas en el ambiente distinguido del Imperio mientras pasamos por alto que, allí mismo, se incubaron los máximos horrores del siglo anterior y que la ultraderecha local ha alcanzado casi el treinta por ciento de los votos hace un par semanas.
Pero hay varios factores objetivos que hacen a la singularidad de la Viennale. En primer lugar, es un festival que omite la competencia. Esa buena costumbre permite que la prensa no tenga que concentrarse en unas pocas películas que nunca son las mejores. Sin competencia, la Viennale no debe estrenar películas mediocres sólo para proclamar con orgullo en el catálogo que se trata de premieres mundiales, internacionales, continentales, nacionales o municipales y elude la obscenidad de la ceremonia de clausura, esas entregas de premios que nunca se apartan de la solemnidad y el infantilismo. El gran evento de los últimos días de la Viennale fue, en cambio, la llegada de Lou Reed para presentar su ópera prima como director de cine: un film de media hora sobre Shirley la Roja, una prima suya que escapó a los nazis, se convirtió en una heroína proletaria en los Estados Unidos y acaba de alcanzar los cien años. Es muy in traer a Lou Reed, como son muy in el diseño de la cartelería y el del bolso que cambia sus colores cada año y que el festival regala a sus invitados y es recontrain que el trailer del festival sea esta vez obra de Apitchapong Weerasethakul, el ganador de Cannes. La Viennale lo protege a uno de ser mersa en casi todos los aspectos de la vida. Hasta los viejos cines, confortables y de proyecciones perfectas, no humillan al espectador obligándolo a concurrir a un centro comercial para ver cine.
Otra de las particularidades del festival es la casi absoluta ausencia de productores, distribuidores y agentes de venta, especies que condicionan las actividades en tantas otras partes. En Viena no se reparte plata en premios, ni en mercados de coproducción, no se hacen negocios ni se participa de talleres que enseñan a hacer negocios. Para variar, los directores presentes –especialmente los más jóvenes– tienen la oportunidad y el privilegio de dedicarse a pasear o a ver películas. A veces lo aprovechan y durante el tiempo que les toca de estadía se los puede ver en las salas viendo tanto los últimos filmes de Assayas, Sophia Coppola, Godard, Ruiz, Oliveira, Puiu, Lee Chang-dong o Hong Sang-soo –sucesos de un año fructífero– como copias restauradas de John Ford o Bud Boetticher, lo más sofisticado del cine experimental, una retrospectiva completa de Eric Rohmer u otra de Larry Cohen, fantástico autor americano, erróneamente clasificado como director de serie B, quien resultó la revelación del festival.
Pero tal vez lo mejor de la Viennale sea la posibilidad de hablar con los directores presentes, a los que uno se encuentra todo el tiempo. Mediante esos contactos uno se entera de cosas importantes, como que el cine está a punto de sufrir un vuelco técnico definitivo. Es inminente la salida al mercado de una cámara digital cuya sensibilidad alcanza por fin la del celuloide y cuesta menos de cinco mil dólares. Nunca les creí del todo a Raúl Perrone ni a Gonzalo Castro (quien, como Monte Hellman, utiliza la versión inmediatamente anterior del aparato) que lo vienen anunciando hace años. Pero cuando me lo dijo el cineasta filipino Lav Díaz mientras caminábamos por el Stadtpark después de ver una película sobre los nuevos militantes anarquistas en Francia, me convencí de que debía ser cierto.