Con palabras fatales, impiadosas, casi prohibidas. Por eso, pereza, desidia, comodidad, pasividad y cinismo suelen ser apartados del habla como moscas irritantes. Sin embargo, describen conductas tangibles y hechos fehacientes que se producen en el país y a los que un insoportable “buenismo” ideológico prefiere maquillar o ignorar. Me pasa cada vez que viajo por el norte de la Argentina y verifico cómo se vive en esas comarcas.
Esta semana en Tucumán, por ejemplo, volví a escuchar esa letanía doliente, verbalizada por gente valiosa y corajuda. Tras la demoledora victoria electoral que tuvo el gobernador José Alperovich en 2007, la pequeña provincia del noroeste argentino es gobernada por una suerte de partido único de facto, un oficialismo que se quedó con 44 de los 49 legisladores del sistema unicameral.
La hegemonía es rotunda y asfixiante, resultado de un control de todo lo que importa en el territorio, desde la justicia a los cargos de todos los niveles. Palabra casi impronunciable, el alperochivismo domina un escenario donde se repiten casi todos los rasgos de escualidez institucional, oportunamente implantados por el Gobierno nacional como pilares de la rutina de gestión.
¿Es acaso antidemocrático el gobierno de Tucumán, en sentido estricto? No. Su mandato electoral es elocuente y no puede ser puesto cuestionado. Pero el caso tucumano, como el de otro gobierno electo con guarismos “soviéticos”, el de Santiago del Estero, exhibe una nueva indigencia, una dolencia de la democracia electoral, que a muchos les indigesta asumir como problema verdadero.
Estos gobernadores norteños encarnan el capítulo contemporáneo de una vieja variable argentina, gobiernos realizadores de obras y consecuentemente tributarios de apoyo popular, pero que “gestionan” con métodos de absorbente centralización, nula delegación de poder y escasa participación de la sociedad civil.
La amarga verdad es que, de hecho, los pueblos aman estos gobiernos fuertes, parcos y ejecutivos. Adoran esas musculaturas políticas abrumadoras y no se hacen grandes problemas, ni se formulan interrogantes demasiado profundos.
Explicitar estas realidades de manera pública incomoda a quienes viven autoconvencidos de una supuestamente imbatible virtud ciudadana. Pero en la cultura política argentina, intoxicada por la mitificación de unos derechos irrestrictos, sin asumir los deberes y obligaciones que dan razón de ser a los primeros, este modelo prospera y se fortalece.
Es un modo de ser basado en la aceptación resignada de ese raquitismo civil, porque si los que mandan “hacen” y “dan”, ¿de qué sirve reclamar conductas y exigir códigos éticamente superiores?
Convertidas en lujo de minorías bien alimentadas y leídas, esas formas son especialmente ajenas a la vida política real. Ese punto ciego de la retina permite que mentiras monumentales se emitan y gocen de vigencia desesperante.
Los periodistas no somos ajenos a ese cinismo estructural. Las otras noches, por ejemplo, un programa periodístico entrevistaba al ministro del Interior, Florencio Randazzo, cuando éste criticó a Felipe Solá por integrar el gabinete de Carlos Menem durante casi toda la década del 90. No le preguntaron a Randazzo cómo aceptó ser ministro de Solá en la provincia de Buenos Aires, a menos que ser menemista hace tres años no fuera tan grave como ahora.
Igual desparpajo exhibe Néstor Kirchner, que a casi seis años de gobierno matrimonial, volvió a acordarse de la Alianza y en uno de sus habituales y pedregosos empellones retóricos afirmó, de cara a la crisis mundial, que “por mucho menos (los que gobernaron en 2000 y 2001), se tomaron el helicóptero”.
Mentiras disparatadas y sobreactuaciones groseras son aspectos esenciales de un modelo de conducción que sólo repara en obtener y retener el poder. Ese modelo se apoya en una voracidad insaciable, un “derechismo” a prueba de balas, consistente en proclamar, de manera vociferante, que es natural que los que mandan tengan el “derecho” a seguir mandando, manejando recursos y menoscabando a quienes osan interrogarse por la legalidad de esos actos.
¿No es un monumental fraude retórico que el titular del Gobierno más ortodoxamente helitransportado de la historia argentina siga descalificando hoy a la oposición porque De la Rúa renunció al gobierno hace siete años y medio y, ante una Plaza de Mayo intransitable, se fue a Olivos por aire, para regresar al día siguiente a recoger sus papeles privados?
Dividida en dos, ya de manera irreversible, por un vallado policial infranqueable, la Plaza de Mayo es hoy la mitad de lo que era en 2001 y –encima– la Casa Rosada, a la que se rodeó de un cerco de metal con una altura no inferior a los dos metros, es ahora virtualmente inexpugnable, además de que se han apoderado de la Plaza Colón, también vallada e inaccesible para el pueblo de a pie.
¿Qué hubiera afirmado una oposición justicialista si un gobierno no peronista hubiera concretado tamaña jibarización del centro cívico de la capital del país? ¿Por qué la manía helicopterista de la Presidenta está bien, y el uso de esos aparatos por otros líderes políticos es un estigma?
El modelo de musculosidad ejecutiva y formidable acumulación de poder no deriva de un golpe militar o un putsch antidemocrático. Son electorados concretos los que amasan mayorías aplastantes en distritos de espesor civil casi inexistente. Son masas apáticas que cultivan un pragmatismo todo terreno. Aprueban, avalan, convalidan, aceptan: mientras sus “derechos” sean asegurados por una dadivosidad fornida, está todo bien.
Pocos intelectuales y periodistas cuestionan la supuesta castidad de las mayorías, cuyos olvidos son apenas un capítulo más de amnesias orgánicas. Lo he comprobado con amargura estos últimos años en diversos viajes por el norte argentino, aunque esta región del país, de intensas tradiciones decimonónicas, no es excluyente.
Una cultura atrasada y oblicua prolifera también en la vastedad indómita del Gran Buenos Aires y en la propia y perennemente irredenta Patagonia, fragmentos de un país cuya desvaída calidad civil nunca es aludida por la opinión culta e indulgente, para la cual toda mención crítica a las conductas populares equivale a una declaración de guerra contra los humildes.
Como acaba de proclamar estas últimas semanas el retornado actor Federico Luppi, tras varios años de “exilio” en España, en donde se refugió a partir de 2001 luego de asegurar que sus siete décadas de vida en la Argentina fueron un error existencial, y ahora regresar a un país cuya presidenta lo homenajea y elogia, en la Argentina hay mucho “gorilismo”, gente incapaz de reconocerle nada a quienes gobiernan. Otrora granero del mundo, la Argentina sigue siendo un país generoso.
*Escuche los podcasts de Pepe Eliaschev en www.perfil.com