El coronavirus manda y la muerte se cierne sobre nuestras cabezas. En su vuelo proyecta el sentido sombrío de nuestra propia futilidad. La reducción a escala mundial de las múltiples actividades que devastan el planeta enseña que la atmósfera se purifica cuando se deja de abatir árboles y consumir petróleo para subirnos a vehículos que nos trasladan a ningún lugar. Las pestes surgieron y arrasaron civilizaciones antes del surgimiento de las actividades extractivas dedicadas al sinsentido frenético de la ganancia sin límite, pero en el estado presente de cosas no pueden menos que aumentar y reproducirse a gran velocidad, porque se derrite el hielo de los polos y de los glaciares y se envenena las aguas y la tierra y el cielo, y el desmonte de los bosques y las selvas a favor de la urbanización desaloja a poblaciones originarias y a las faunas animales y a los insectos, así que, cuando nos pica el dengue o nos ataca algún nuevo virus, no podremos ignorar que es a consecuencia del negocio del litio o del petróleo o de la industria minera o de los reyes del campo. Aquellos que siempre quieren ganar sin parar sin pagar siquiera el precio de entender que a largo plazo todos perdemos.
No se trataría entonces de la generosidad o el sentido de la comunidad, sino de un asunto de estricta conveniencia. De un lado, en el fondo, pocos. Del otro, el resto del planeta. Hay que pensar nuevas formas de construcción social, antes de que la catástrofe piense por nosotros.