No hace mucho, aquí mismo hablamos de uno de los tantos lugares comunes referidos a los libros, aquel que dice “no juzgues un libro por su tapa”. Explicitamos y fundamentamos que aquellos que juzgan los libros por su tapa rara vez se equivocan, pero por suerte en Australia no nos leen, o nos leen poco. En Newtown, un suburbio de Sydney, en una sucursal de la cadena de librerías Elizabeth’s Bookshop, hay un área donde se exponen los libros envueltos en papel madera. De este modo los clientes no pueden conocer el título, el autor, ni mirar la tapa. En el envoltorio están escritas algunas palabras clave, frases breves y adjetivos que intentan describir el libro y despertar la curiosidad de los lectores. El proyecto tiene nombre: “Blind date with a book” (“Cita a ciegas con un libro”).
Melanie Prosser, la directora de la librería, fue entrevistada por el diario australiano Daily Telegraph y dijo que el proyecto había nacido con el fin de “alentar a las personas a que salieran de la propia comfort zone literaria” y dejaran de juzgar y elegir un libro por su tapa. Naturalmente no le creo a Melanie una palabra (la experiencia me enseñó a no creerle nunca nada a alguien que se llame Melanie), pero como estrategia de venta me parece asombrosa. Según Prosser (no puedo ni volver a escribir el nombre Melanie), elegir un libro a ciegas “es un regalo hermosísimo que te libera de cualquier responsabilidad”. El experimento resultó positivo, y hoy todas las librerías de la cadena Elizabeth’s Bookshop tienen un estante con libros envueltos. Hay un sitio web, un blog en Tumblr, un perfil en Instagram y una página en Facebook donde es posible examinar (superficialmente, claro) y comprar (naturalmente) los libros empaquetados.
Los libros que terminarán envueltos son elegidos por el personal de la librería. La revista online australiana Colosoul cuenta que uno de esos libros venía descripto como “novela prima multipremiada, protestas políticas en Medio Oriente, mayor de edad, violencia desbordante”, y que resultó ser Cometas en el cielo, del estadounidense de origen afgano Khaled Hosseini. Otro libro, descripto como “heroína sensible, amor, clásico, muchacha adoptada que se rebela” resultó ser Mansfield Park, de Jane Austen. Al parecer, por lo que pude averiguar, la iniciativa fue recreada en Italia y en Panamá –ignoro con qué resultados.
Una vez, en una de las librerías en las que trabajé, en 1983, una cañería rota nos obligó a desalojar de libros toda una estantería. Como nos parecía que en medio de la librería un espacio tan grande sin libros podía llamar demasiado la atención decidimos poner un cartel que decía “Libros prohibidos”. Contra lo que era nuestra intención, los clientes no pescaban la ironía. Nos preguntaban cómo podía ser que todavía hubiera libros prohibidos si estábamos en democracia, y cuando les decíamos que era un chiste se nos quedaban mirando como se mira cuando no se entiende un chiste, con una cara que está entre la idiotez y la imbecilidad. De modo que desconozco el efecto que tendría un proyecto similar al australiano en las librerías argentinas, aunque puedo hacer suposiciones. Como en la Argentina nadie quiere seguir las reglas del juego, me imagino a los clientes rompiendo el papel madera y volviendo a la librería a cambiar el libro –si se trata de una persona pacífica–, o amenazando con abrir una demanda judicial porque la descripción del libro no se ajusta a la realidad de la ficción –si se trata de una persona absolutamente normal.
En cualquier caso tiro la idea para que los libreros argentinos se diviertan un poco estafando al prójimo y al mismo tiempo puedan sacarse de encima esos clavos que compraron hace años pensando que iban a venderse como pan caliente. Es ahora o nunca.