Toda sociedad moderna se organiza para producir los bienes y servicios que serán consumidos por el conjunto de la población. Tanto en el caso de los bienes materiales, como en los culturales, religiosos o deportivos, la producción siempre está en manos de unos pocos mientras que los consumidores son mayoría. Una excepción se da en la cultura en sentido antropológico, donde todos somos productores (al prolongar su vigencia cuando cumplimos con las normas) y también consumidores (al servirnos de ellas para actuar). En la política vuelve a darse que sean pocos los que “producen” los sucesos que responden a las diferentes necesidades de los ciudadanos; y como en otros casos, el consumidor condiciona al productor; más aún cuando éste se dice su representante.
Para llegar al poder los candidatos deben obtener el voto de los ciudadanos, quienes, en tanto consumidores de las diferentes políticas, influyen en el tipo de propuestas que aquellos elaboran para ganar su confianza, y su voto. Sin embargo, cuando las propuestas de los candidatos se preocupan por demandas relacionadas con componentes elementales de la vida cotidiana, algunos analistas se molestan y hablan de una democracia de consumidores que sustituiría a la de ciudadanos (como si una categoría excluyera a la otra).
Es cierto que una organización social no puede descuidar la vigencia de principios y valores que dan a la existencia humana un sentido y una proyección que van más allá de la satisfacción de sus necesidades básicas. Pero también es cierto que los ciudadanos que reclaman políticas que atiendan a su bienestar material; que buscan mejoras en su hábitat y en las condiciones de salubridad; y que no disponen de tiempo, recursos u oportunidades para elevar su nivel cultural; también deben ser atendidos por los candidatos.
Un pensador que revolucionó al mundo con sus aportes filosóficos, políticos y económicos, sostenía “que los hombres han de poder vivir para poder hacer la historia (y) para vivir se necesita, en primer lugar, beber, comer, disponer de vivienda, vestirse y otras cosas parecidas” (Marx en La ideología alemana). Dentro de esas “cosas parecidas” caben incluso las redes cloacales que hacen a la salubridad en la vida de las personas. Todas demandas legítimas de “lagente” (ese referente de bajo nivel de abstracción conceptual, pero parte incuestionable del soberano).
El ejercicio de la ciudadanía no está reñido con el derecho de todos a consumir los bienes y servicios que hacen a una vida digna y confortable. Pretender que el discurso político se concentre en ideas, valores y principios éticos puede confundirse con la defensa de una democracia limitada, de la que participan sólo los ilustrados de buen pasar económico. El verdadero compromiso con esos valores y con una democracia que se construye a partir de una competencia por ampliarla hasta hacer universales esos valores, debe empezar por sacar de la pobreza, y de la marginación sociocultural, a los excluidos, para que, satisfechas sus carencias, puedan todos, y no sólo los ilustrados, “hacer la historia”, participando activamente de los contenidos más elevados de laexistencia humana.
Lo dicho anteriormente no debe confundirse con la defensa de un consumismo ostentoso, y menos aún con la del uso perverso que del consumo hacen algunas fuerzas para mantenerse en el poder a cualquier precio, como es el caso del populismo. Sabemos que éste, al concentrarse en el corto plazo, lleva necesariamente al estancamiento económico, con inflación, clientelismo humillante y tergiversación de la realidad para esconder su ineficiencia. Pero aún en el populismo tampoco el consumo es el problema: los males de estos regímenes radican en el uso discrecional que se hace del poder y de los recursos; en la demagogia; y en su incapacidad para generar las condiciones productivas que aseguren un bienestar digno y sostenido para todos.
*Sociólogo.