Hay una viñeta de Mafalda en la que la genial creación de Quino, sentada en el cordón de una vereda, le pregunta a su amigo Felipe: “¿Has pensado lo que ocurriría si no existiese la distancia?”. Dos cuadritos más tarde, después de imaginarse un mundo en el que los Beatles, Vietnam, Disney, Jerry Lewis, Africa, el Ku Klux Klan, Pelé, Cuba, el Muro de Berlín y el Llanero Solitario coexistiesen en un mismo espacio, “todo aquí”, el pobre Felipe se desmaya.
Hoy, Mafalda y Felipe tendrían unos 50 años y, como muchos, formarían parte de la generación que creció viviendo la distancia como una barrera: hablar por teléfono a otro país era carísimo y frustrante; el costo de los pasajes hacía que viajar fuese casi un lujo; las cartas podían tardar uno o seis meses en llegar a destino, y para mandar al otro lado del mundo una imagen había que reunir a toda la familia o amigos alrededor de un grabador o una videocámara y después sentarse a esperar por un siglo la respuesta.
Suena a prehistoria, pero la realidad es que no hace tanto de todo esto: la revolución que desató el surgimiento de internet es todavía bastante más joven que los personajes de Quino, y recién en la última década empezaron a surgir y democratizarse las herramientas que hacen que hoy seamos capaces de ver el mundo con otros ojos: el mail, Google, las computadoras portátiles a bajo costo, Facebook, Skype, Twitter, los teléfonos inteligentes y las plataformas de participación y financiación colectiva, por nombrar algunos ejemplos, hacen que estemos asistiendo en primera persona a un cambio de paradigma cuyos efectos, cada vez más vertiginosos, se desparraman hacia todos los rincones del mundo sin excepción.
Hoy en día, cualquiera puede involucrarse con causas que se encuentran a miles de kilómetros de distancia, conseguir que desconocidos financien una idea propia y colaborar con un microemprendimiento o, por qué no, un proyecto de la NASA. Y todo esto sin moverse de la propia habitación.
Vivimos en una época en la que los límites realmente no existen; internet nos permite achicar las fronteras y, a diferencia de otros procesos revolucionarios que han existido a lo largo de la historia de la humanidad, éste tiene la particularidad de que cualquiera de nosotros puede intervenir: el código es abierto y el acceso irrestricto, y por eso es importante que las regulaciones acompañen estos procesos de crecimiento sin restricciones.
En la medida en que generemos cada vez más conectividad, la integración social puede ser total porque otro de los factores positivos de este cambio de paradigma es que la inclusión es inmediata, sobre todo en materia educativa. Un chico que nunca vio una computadora en su vida no necesita empezar con el modelo de PC más viejo para luego ir actualizándose, sino que puede arrancar directamente con un iPad porque, para él, el salto hacia lo desconocido es el mismo; el proceso educativo que implica pensar y aprender de otra forma no es obligatoriamente escalable sino que puede empezar, sin haber tenido contacto con tecnología, directamente con algo de última tecnología.
Todos podemos ser ciudadanos digitales en la medida en que pensemos la educación de esta manera, el trabajo de esta manera y que entonces, con más posibilidades, empecemos a participar de esta aventura ilimitada.
*Subsecretario de Economía Creativa del Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires y director del Centro Metropolitano de Diseño.