Todas las familias guardan, además de los consabidos esqueletos en el placard aquellas anécdotas de las viejas tías sabias o los viejos tíos libertinos, que van recorriendo las generaciones y fastidiando a los jóvenes. Después pasan los años como en los tangos y en los boleros y los jóvenes se vuelven no tan jóvenes, el fastidio da paso a la nostalgia y llegan a ser ellos los que han de contar las hazañas del tío Baldomero y la tía Sofonisba. Las frases ingeniosas se vuelven sentencias, los papelones se transforman en el tercer acto de la comedia de moda hace noventa años y cuando los no tan jóvenes se vuelven tíos más o menos libertinos y tías bastante sabias, empieza de nuevo la ronda de las anécdotas que se cuentan no sólo en familia, en donde ya se sabe una todo el repertorio, sino también y con preferencia en el café, la reunión, el viaje, el intervalo en el teatro y el bautizo del bebé de Marcelita.
No me diga que a usted no le pasó porque no le creo: nos ha pasado a todas y a todos los que ya no somos jóvenes (de años, porque de espíritu y carácter estamos cada vez más fervorosos e intrépidos), eso de repetir lo que nos contaban nuestras madres. A mí también y no me olvido de mis tías abuelas que vieron pasar por la calle empedrada dos coches, ¡dos coches casi al mismo tiempo! motivo por el cual una le dijo a la otra “Qué tráfico Paulita, si parece Buenos Aires!” Y acabo de acordarme de la anécdota que viene de fines del siglo diecinueve por supuesto, porque el tráfico en Rosario ya no parece el tráfico de Buenos Aires sino el de una ciudad imaginada por Philip Dick, por lo menos.
Entonces, no sé usted, porque no sé si usted vive en la Gran Capital del Sur o en Cañada del Quirquincho y esto se lo digo con todo respeto por los quirquinchos y las cañadas, entonces yo pienso en las ciudades. Paso de mis tías abuelas a Metrópolis, también con todo respeto por Fritz Lang, y me pregunto pero por qué por qué oh diosas y dioses, por qué le dio a la gente por agruparse en ciudades que, a juzgar por las rutas europeas eran pétreas bellezas medievales sin motos ni autos y que en este siglo veintiuno son una colmena de bocinas (ya sé que están prohibidas, y qué), alarmas, sirenas, chirridos, frenadas, topetazos, alaridos y más bocinas alarmas chirridos etcéteras. ¿Por qué, eh? ¿Por qué no vivimos desparramados en medio de bosques, tundras, praderas o lo que fuera? Sí, claro, ya sé. Lo sé perfectamente porque estoy casada con un señor que es especialista en ese tema y que me explica las razones económicas, psicológicas, sociales, políticas, religiosas, orgánicas (me refiero al estómago por ejemplo), dinásticas y demás, que prácticamente obligaron a la gente a agruparse en ciudades.
Ahora viene la otra pregunta que me parece que es de otro renglón y además, quizá, tal vez, peligrosa: ¿por qué no nos dejamos de macanas y vivimos de otra manera? No, no se asuste, no estoy proponiendo que destruyamos las ciudades. Por favor, que no me toquen Rosario que yo la amo. Y que no me toquen París porque ¿adónde me voy a ir a pasear y a darme corte después si me gano el Quini Seis? Que no me toquen Alberobello ni Atenas ni Praga ni Ulan Bator a la que algún día quiero ir. Que no me toquen las ciudades, vamos.
Sí, ya sé lo que va a decir. Murmurar, para que yo no oiga y no me ofenda: “Pero finalmente, ¿qué quiere esta mina? ¿Que destruyamos las ciudades y nos vayamos a vivir a las Salinas Grandes? ¿O que las cuidemos para que no se rayen ni se ensucien ni se arruguen ni se arruinen ni se quemen ni se hielen ni les pase nada de nada? ¿Eh? ¿Qué quiere?”. Está bien, no he oído nada y por lo tanto no me ofendo.
Probablemente lo que quiero, porque en realidad a veces, muchas veces, no sabemos lo que queremos, probablemente quiero que las ciudades se conserven preciosas y frescas como cuando nacieron. Silenciosas, benévolas, sombreadas en verano y soleadas en invierno, tranquilas, protectoras, invitadoras, afables, florecientes, bienhechoras. Creo que no necesito más adjetivos.
¿Cómo? ¿Qué dijo? ¿Qué no estoy hablando de ciudades sino de la gente que las habita? Bueno, no sé, puede ser. Pero ¿se puede hablar de ciudades sin hablar de la gente que las habita?