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metaforas

Clavadistas, fuegos, artificios

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La escalada de indignación en México ya se extendió en todas direcciones. Los manifestantes que hace poco intentaban cerrar el aeropuerto de Acapulco sufrieron la misma represión que hubo en el DF, en Cocula, en Chilpancingo. La distorsión de la información oficial hace aparecer como alborotadores o criminales a las personas razonables (que no consideran justo que te secuestren y te quemen por reclamar los derechos humanos más elementales). México: tu futuro está en las manos y las gargantas de estos valientes que, pese al terror impuesto por la alianza de los organismos del poder con criminales y narcotraficantes, salen a hacer pública la verdad más inapelable. En cada manifestación, amigos y conocidos reciben tuits y mensajes urgidos de estudiantes o manifestantes que son detenidos ilegalmente. Hace dos semanas, el vocalista del grupo Zoe, León Larregui, denunció en un concierto ante 40 mil espectadores en el Foro Sol lo que todo México ya sabe en silencio: “¿Qué más tenemos que aguantar para decir basta? El país está secuestrado por una pandilla de neandertales, ladrones y asesinos. ¿En qué país quieres vivir tú: en el que el simple hecho de exigir tu derecho a una vida digna y justa signifique que te van a desaparecer y a matar? ¿Qué chingada madre es eso?”. Acto seguido, Larregui fue detenido, según él mismo denunció en su cuenta de Twitter. Quienes leemos tales cosas a la distancia imaginamos cómodamente que alguien debe estar haciendo algo al respecto, porque tales cosas no pueden ser. Pero cada noticia se come a la anterior, y así la vida en México, esa tierra infinita, acuciante, inacabable, se convierte en una caricatura de sí misma, de Latinoamérica, de todos. México vive su peor Noche de los Lápices, mientras el presidente viaja por negocios en rápida visita a Australia y China. La crisis política es total. ¿Qué negocios pueden ser más importantes que atender este súbito descenso a los infiernos?

Hace muy poco, cuando estuvimos en la Feria del Libro de Acapulco, Alan Pauls y yo nos escapamos del hotel para ir a ver a los clavadistas. La imagen es impresionante y hoy vuelve con su filo perturbador, convertida en torpísima metáfora. Los clavadistas trepan descalzos –sin más equipo que una malla escasa y excesiva– una roca diseñada por Satán. Es de noche. La garganta de piedra está iluminada por unos cuarzos que dejan ver cómo el agua entra y sale caprichosa de la estrechísima quebrada. El clavadista debe calcular desde la altura cuánto tardará en subir el agua, ya que un error de milésimas de segundos puede ser fatal. El último de los clavadistas de cada una de estas noches eternas se arroja con dos antorchas encendidas. Los cuarzos se apagan. El clavadista calcula a ciegas, de oído, por instinto, por genética milenaria, si habrá ola suficiente o si no habrá más que muerte segura. Y luego se arroja. Es un bólido de fuego destinado a chocar contra la nada, contra las puertas del Palacio de Gobierno en el Zócalo, contra la imperturbable tozudez del statu quo. Alan y yo ya agotamos todas las bromas posibles; no es que seamos cínicos, es que la cercanía de la muerte invita a refugiarse donde nadie te alcance, en la siempre segura distancia del incrédulo. Pero ambos vimos lo que pasaba allí, así que hacemos un insólito silencio. Son esos segundos de incertidumbre en los que no se sabe si el clavadista ha muerto o no, sepultado por las sombras, el ritual, la desgracia. Qué poca cosa es un escritor al lado de estos tipos, que se entrenan para el ascenso y el descenso sin red, sin propósito, y algunas noches tristes, casi sin público.

Así que nos apartamos del resto de los turistas y nos quedamos largo rato charlando con los profesionales del salto, de quienes queremos saber todo y que, una vez terminado el espectáculo, parecen apenas un grupo de adolescentes desmadrados sin nada mejor que hacer, sin más futuro que saltar hacia la nada, cada vez mejor, cada vez de más arriba, cada vez con más fuego. Se preocupan mucho en explicar la condición profesional de esta acción deportiva. ¿A quién puede importarle que lo llamen deporte?

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En los años que lleva esta práctica turística, jamás ha muerto un solo clavadista.

Es la única y maravillosa diferencia entre la metáfora del descenso y la realidad del pueblo mexicano.