En la columna de la semana pasada anoté algunos de los efectos que se desprenden de una noche de insomnio, me detuve en los aspectos positivos y negativos de pasarse una noche en vela, pero omití toda precisión sobre el modo, ya no de sobrellevar la, sino de producirla y aprovecharla. Desde luego, no vale hacer trampa, entregarse a la facilidad de las drogas estimulantes o de las fiestas electrónicas. La lúcida percepción es un requisito indispensable. La primera recomendación que le haría a un investigador de aquellas blancas comarcas es que compre la Historia Universal del insomnio, del inolvidable Pablo Chacón, un excursionista del objeto de su ensayo, hombre capaz de llamarte por teléfono a las tres de la mañana y, sin siquiera saludar o disculparse, emprender largos ininterrumpidos monólogos, dando por hecho que continuaba una conversación mantenida hacía tal vez cinco o seis meses. Pero si el lector de este diario no es lector de libros y en cambio prefiere la clase de consejos de autoayuda que el mundo expende a troche y moche, podríamos sugerirle dos o tres recursos que apuntan a la perfecta consumación de esa práctica, o siquiera a su perfecto simulacro.
1) Meditar acerca de los beneficios del libre albedrío versus la predestinación. Preguntarse angustiosamente si uno se salvará por las obras o por la fe, y concluir en que seremos, pese a todo, condenados a los fuegos infernales. Imaginar los detalles de las llamas, medir el paso del tiempo.
2) Me quedé sin espacio. ¿Seguirá?