Cómo te explico, hijo mío, que empezarán las clases, o no, y que nadie sabe cómo, ni por qué. Cómo me desdigo de todo lo que te expliqué sobre la pandemia y cuidarse más que nunca. Después de un año aislados en el campo (y un año es una eternidad en tu vida tan cortita) ahora lo que debería ser una buena noticia (así la presentan quienes con ella buscan hacer proselitismo) es una noticia mala, que nos trae muchos problemas como familia. ¿Te hemos mentido tus padres? ¿Irás a creer eso? Porque ahora, sin que nada haya cambiado, o más bien, ahora, que todo ha seguido empeorando, la prioridad de cuidarnos va a pasar a segundo plano, porque más importante es que unos señores y señoras tironeen de este tema para ver si ganan simpatías, votos y adhesiones.
La realidad ya ni siquiera es una construcción del lenguaje; es su estúpido vaivén. Cuando conviene, se cuentan los muertos y los riesgos. Cuando no, la educación es lo primero y habrá que dar la vida de miles en el intento. La realidad de las escuelas rurales, alejadas del foco del virus, no es la misma que la del hacinamiento de nuestra ciudad. Pero en nombre de la igualdad o la justicia se quiere encontrar una salida global y unificada para paisajes algo diferentes.
El deseo del virus (un deseo biológico de reproducirse, como un eslogan) no atiende a ninguna conveniencia. Tus padres, hijo, no sabemos dónde residir. Si hay que empezar las clases presenciales, habrá que volver a vivir en la ciudad, y esperar que la cordura de dos o tres ministerios nos proteja. No es un buen plan. Ya no lo es. Ojalá sepas disculparnos.