Sorteando en zigzag la huelga de aviones en Francia y la de trenes en Bélgica, en el cenit de esa contradicción ideológica que me lleva a pensar que donde hay huelga hay esperanza sin evaluar las consecuencias de no llegar a tiempo para montar mi obra en Génova, me preparo una vez más para el ejercicio darwiniano de la adaptación, mientras sigue, como una larga oración no concluida, la obra de Guillermo Pisani que vi anoche en el Théâtre de Bellville y que se llama, en mi propia traducción atolondrada: Por lo menos está bien saber qué es lo que nos lleva a contribuir con nuestra propia desgracia, una teatralización impensable, de una eficacia pocas veces vista y oída, de las ideas de Pierre Bourdieu, un copete ideal para cada memoria de este viaje entre culturas, en el que el personaje ideado por Pisani por boca de la actriz Caroline Arrouas dice que el autor dice que Bourdieu dice que la obra de arte no existe sólo como objeto simbólico dotado de un valor simbólico sino que aparece más bien instituida socialmente como obra de arte por unos espectadores dotados de la disposición y la competencia estéticas necesarias para conocerla y reconocerla como obra de arte y que por lo tanto el valor de la obra de arte es igual a la “creencia” en el valor de la obra de arte y no tanto a la acumulación económica de los productos (tintas, óleos, vestuarios) con los que está construida y si esto es así la premisa esconde un mensaje de alerta para los artistas, que en su lucha por hallar lenguajes distintos del cotidiano, en su competencia por establecer estilos, generan una red no necesariamente consciente de productos elevados que confirman la dominación, una dominación en la que el ciudadano de a pie se reconoce inferior por usar un lenguaje más básico e inmediato y que no lo llevará jamás a la trascendencia sino a la repetición de usos y costumbres que seguirán garantizando que el capital permanezca en manos de unos pocos y la mayoría se sumerja en el pantano del que extraer plusvalor. Punto.
Así que ya no sé si es mejor contribuir a esa división de clases o simplemente usar el lenguaje que no sea el de ningún arte.
La peor contradicción (o la mejor de las esperanzas) es que el arte ya ha usado casi todos los lenguajes, desde la perspectiva euclidiana de Piero Della Francesca hasta el patito inflado de Jeff Koons, así que elijo creer que esa dominación ya ha sido asaltada por las masas, democratizada por Facebook, deslegitimada por la agonía de las academias y que asistimos a un canibalismo en el que no sabemos si elevar el lenguaje, elevar a las masas o balbucear entre traducciones imposibles. El Teatro Duse, donde debo encajar mi obra en Génova, está metido 45 metros bajo tierra y es una caja llena de cosas viejas: telones, artimañas, bambalinas. Una vez más miro todo con cuidado para decidir cómo sortear la trampa.