Me deprimí por partida doble esta semana leyendo el atractivo libro nuevo de Will Storr y un reportaje en La Nación a Claudia Hilb, que es para pegarse un tiro. Nunca voy a ser feliz, pensé, voy a pasar el resto de mi vida prestándole atención a gente bienintencionada que dice boludeces.
El libro de Storr se llama Los herejes. Aventuras con los enemigos de la ciencia, y no podría empezar mejor: describe una conferencia de creacionistas, reunidos en el norte de Australia para excavar fósiles que demuestren que Dios creó el mundo hace seis mil años. Storr me compró enseguida porque escribe bien, y sobre todo porque incorpora con candidez sus propios procesos de pensamiento durante la experiencia. La batalla cultural entre Dawkins y sus enemigos me tiene apenas menos harto que la que me toca acá todos los domingos, y me identifiqué enseguida con la pregunta de Storr: ¿Por qué los hechos no funcionan? ¿Por qué muchos humanos, tal vez la mayoría, tal vez todos, somos impermeables a hechos comprobables que entran en conflicto con nuestras creencias? Storr es periodista, le gusta hablar con la gente, desconfía de todo el mundo y repregunta veinte veces antes de quedarse conforme con una respuesta. También tiene un buen radar para encontrar fanáticos; en su libro desfilan los extremos más excéntricos. Hay un esquizofrénico que se hizo psiquiatra para negar su diagnóstico, un tipo convencido de que Hitler no se enteró nunca del Holocausto, y –en un capítulo escalofriante que debería haber leído de día– un grupo de gente incapaz de demostrar a la profesión médica que están siendo atacados por parásitos microscópicos inexistentes, que les escarban el tejido subcutáneo y al final existen.
Mi problema son las conclusiones de Storr. O mejor dicho, el método por el cual las obtiene. Casualmente –o no: Storr desliza preventivamente credenciales progresistas– lo comparte con Hilb. Ambos recurren a un discurso pseudocientífico para invocar una complejidad que no describen bien, a partir de la cual concluyen que las cosas son como a ellos les conviene. Storr te hace entrar al principio; no hay nada más tentador que la subversión de expectativas, es apasionante ver el costado humano y a veces, increíblemente, acertado de los ideólogos más lunáticos. Pero de lo particular, Storr extrapola conclusiones generales infundadas. Se escuda en que la realidad es inaprehensible para sugerir que nadie tiene razón nunca, asimila la ciencia con la fe sin entender cómo funcionan, para quedarse tranquilo y porque así se va a llevar mejor con sus amigos en The Guardian. Con Hilb pasa lo mismo cuando objeta, por ejemplo, que la oposición invoque a la República, un término que “ya no sirve para pensar, sólo para sentar posición en el clivaje”. Como todos sabemos, “clivaje” es un término que re-sirve para pensar.
Lo escuchamos a menudo: “Las cosas son muy complicadas, entonces todo da lo mismo (salvo lo que yo decido que no da lo mismo)”. Como lo primero es cierto, nuestra única defensa contra este disparate es la intuición (a Hilb y a Storr se les nota cuando mandan fruta) y/o una refutación metódica a la cual me resisto, porque es una pérdida de tiempo, pero si no lo hacemos nadie los confronta y así terminás tolerando a Guillermo Moreno, total todo da lo mismo. Eso me deprime. Es como si se nos hubiera roto el auto en el pueblo de Los coches que se comieron París.
Por suerte puedo recomendar otro libro reciente que atenúa este problema, mientras yo me voy a cocinar. Lo escribió Daniel Dennett, se llama Intuition Pumps, y cubre no sólo estos métodos insatisfactorios y tramposos sino también buena parte de los que sí sirven para pensar. A Dennett le sobran tres páginas (capítulo 16) para refutar lo que me molesta en Storr y en Hilb. Si alguien quiere empezar por ahí, va a ganar tiempo y tranquilidad de espíritu. Y para los demás, lo comentaremos más en detalle el mes que viene.
*Escritor y cineasta.