Lula fue un presidente que miró siempre hacia adelante, para a frente, y no se ocupó del pasado para sacar rédito político en el presente. Eso quedó claro, por ejemplo, el 31 de marzo de 2004, en el aniversario número cuarenta del golpe que inauguró una dictadura que duraría 21 años, cuando Lula emitió un breve comunicado en el que consideró que era “un episodio histórico terminado”. Podía haber tenido otra actitud: había sido perseguido y preso por los militares y siempre se había manifestado en contra de la amnistía “amplia e irrestricta” impulsada por la dictadura en 1979. Una semana antes, en la Argentina, su colega, Néstor Kirchner, había ordenado el desalojo de la ESMA y el retiro de los cuadros de los ex dictadores Videla y Bignone.
Son dos culturas políticas diferentes: la brasileña está basada en la búsqueda permanente de soluciones para evitar la confrontación entre los diversos grupos de interés; en la llamada “conciliación de las elites”, un nombre utilizado con desdén por los intelectuales de izquierda. Cuando Lula asumió, se dudaba de si él, un referente para ese sector ideológico, continuaría con esa tradición.
Lula siguió esa línea por dos razones. Por un lado, es un gremialista pragmático y conciliador, educado en el catolicismo, con objetivos claros y concretos como la mejora de la capacidad de consumo de los pobres, de quienes proviene. Por el otro, cada vez que intentó salirse de ese molde recibió la presión más bien contundente de las elites que orientan Brasil. Ocurrió el año pasado, cuando los jefes militares y hasta su ministro de Defensa, Nelson Jobim, un aliado del Partido del Movimiento Democrático Brasileño, amenazaron con renunciar si una Comisión de la Verdad sobre los crímenes de la dictadura, impulsada por sectores del gobierno, no incluía también la investigación de los delitos cometidos por la guerrilla.
*Autor de los libros Lula, la izquierda al diván y Operación Primicia.