Hemos entrado en un período de gran incertidumbre política. En cualquier reunión de análisis político, surgen las más diversas y descabelladas hipótesis. En un extremo, están los que creen que la Presidenta podría renunciar antes del 10 de diciembre, si el resultado del 27 de octubre le es muy desfavorable, lo que obligaría a llamar a elecciones. O, por el contrario, que ella profundizaría la actual política y pretendería llegar a 2015 con las mismas consignas y funcionarios de los últimos años. También están los que creen que, buscando una mezcla de continuidad e impunidad, el gobernador Scioli y el intendente Massa llegarían a un acuerdo y conducirían una transición ordenada. Y en el medio, una gran cantidad de combinaciones de estos escenarios peronistas.
Otros están convencidos que lo ideal, aunque no por ahora lo más probable, es que, como sea, la presidenta Fernández llegue al final de su mandato, haciendo las correcciones que tiene que hacer. Y que el 2015 será el turno del no peronismo, después de las experiencias de estos treinta años de democracia.
Obviamente, no es el propósito de esta columna económica de la semana entrar a dilucidar este galimatía político, sino preguntarnos: ¿cómo afecta a la economía una u otra de estas alternativas?
La primera conclusión parecería ser que hay menos variantes en la economía, de las que hay en la política, porque, finalmente, tenía mucha razón Paul Samuelson cuando hace muchos años decía que “en la economía se puede hacer cualquier cosa, menos evitar las consecuencias”.
Y, ¿qué pasa si nada cambia?
Hoy, la economía tiene varias distorsiones en curso, en diferentes etapas de maduración antes de volverse inmanejables.
Tenemos una inflación que tiene un nuevo piso, alrededor del 2% mensual, creado por el mayor ritmo de devaluación, y que se alimenta de una caída gradual pero persistente en la demanda de dinero, o sea, de la voluntad de los consumidores de mantener saldos monetarios en efectivo o en sus cuentas bancarias. Está claro que, cada vez más, se anticipan las compras a los primeros días del mes, aumentándose la velocidad de circulación, lo que equivale a un aumento de la oferta monetaria. No hay indicios de que se vaya a acelerar esta inflación, pero en economía, como en tantas otras cosas de la vida, lo que no puede bajar, sube.
Una inflación de estos niveles esteriliza el intento del Gobierno de recuperar competitividad a través de un mayor ritmo de devaluación. De hecho, somos la economía de la región que menos ha devaluado, neto de inflación, en los últimos meses. El problema de la apreciación de nuestro peso ya tiene contra las cuerdas a numerosas economías regionales, como la vitivinícola, la olivícola, la frutícola, la maderera, la frigorífica, entre muchas más. Toda la industria tiene cada vez mayores dificultades para exportar, y una mayor vulnerabilidad frente a las importaciones. En muchos casos, sólo sobreviven por las trabas que tienen las importaciones, aunque lamentablemente en otros casos estas trabas agravan la situación, porque también frenan los ingresos de insumos, repuestos y bienes de capital.
El atraso cambiario ya llega a niveles similares a los de la década de la convertibilidad y a los de la tablita de los años 70. Y si bien la situación de las reservas internacionales es más cómoda que en aquellas experiencias, la falta de competitividad aleja a las inversiones y ya ha empezado a reducir el empleo en las actividades productivas. ¿Cuánto más atraso cambiario se puede tolerar? Nadie lo sabe.
La mezcla de atraso cambiario, y huida del peso, junto al cepo cambiario, genera una brecha entre el tipo de cambio oficial y el llamado “blue” que distorsiona muchas decisiones económicas y acelera las expectativas inflacionarias. Por ejemplo, se han triplicado los gastos de argentinos en el exterior, aprovechando el “regalo” de casi $ 3 por dólar que te hace el Banco Central, en los gastos con tarjeta. El rubro Turismo de nuestro balance de pagos, que era superavitario, registró un deterioro de más de US$ 5 mil millones anuales desde 2011 a la fecha.
Las cuentas fiscales están también sufriendo un rápido deterioro. Usando la misma metodología, el superávit que llegó en el 2004/5 al 3,5% ahora es un déficit del 2,6%. Y esto sin contabilizar los regalitos electorales decididos en estas semanas, que por otra parte eran de extrema justicia. El Banco Central ya está cerca de agotar su capacidad de asistencia al Tesoro, y seguramente algún artilugio encontrará para seguir emitiendo con ese fin. Pero eso no invalida el impacto inflacionario de esas decisiones.
Las cuentas fiscales están sufriendo el creciente peso de los subsidios a la energía y el transporte, que a su vez son el resultado del desequilibrio energético, que obligará este año a importar más de US$ 14 mil millones en hidrocarburos. Si a esto le sumamos lo que sale por turismo, y otras cuentas de capitales y cancelaciones de deudas, la necesidad de reprimir importaciones para que las reservas no desaparezcan va a ser creciente durante 2014.
Siempre confiamos en los precios externos y en la cosecha, pero ¿estamos tan seguros que se repetirán los buenos resultados de la cosecha 2012/2013? Claramente no es rentable ni el trigo ni el maíz, pero ¿lo será la soja con un gasoil a casi $ 8 el litro, sin garantía de acceso a agroquímicos, y con dólar a menos de $ 4? Y qué pasaría con nuestras cuentas externas si la soja cae a los US$ 450 por tonelada, si el petróleo sube, o la cosecha no llega a los 90 millones de toneladas?
Como puede observarse, no van a ser fáciles los 24 meses que restan para las elecciones de 2015, cualesquiera que sean las resoluciones políticas que planteábamos más arriba.
La inflación acelerándose, el atraso cambiario, las reservas cayendo, el blue subiendo y el deterioro de las cuentas fiscales, pueden combinarse para seguir ahuyentando las inversiones, desalentando las exportaciones, y postrando la actividad económica. Y siempre puede haber detonantes de nuevas dificultades: los fondos buitre, el clima, los precios externos del petróleo y la soja. Y las pujas políticas que se están desatando.
Por lo tanto, es muy difícil pensar que se pueden seguir dos años más sin introducir correcciones al rumbo económico actual.
Esas correcciones no tienen por qué ser recesivas, ni perjudicar a los más pobres, si se hacen con anticipación e inteligencia. El país tiene aún un contexto externo favorable que podría aprovecharse, si se abandonan algunos preconceptos arcaicos. Pero si se pierde el tiempo, y prevalecen los egoísmos políticos, los ajustes serán inevitablemente costosos, sobre todo para los más vulnerables.
¿Volverán los políticos a jugar con estas decisiones económicas, como si fueran papas calientes que quieren que las agarre el que sigue? Es muy difícil que se repita lo de 1999.