En septiembre de 1973, en su Isla Negra, Neruda escribía –a raíz de la muestra de Orozco, Rivera y Siqueiros a punto de inaugurarse en el Chile de Salvador Allende–: “Me tocó convivir con ellos y participar de la vida y de la luz de México deslumbrante. Si me asombraron con su fuerza y su ternura en su patria, aquí verán en la mía el fervor de los chilenos. El fuego de esta pintura que no puede apagarse sirve también a nuestra circunstancia; necesitamos su telúrica potencia para revelar los poderes de nuestros pueblos.” El estreno formidable estaba previsto para el 13 de septiembre. Nunca ocurrió. El 11, las fuerzas armadas de Pinochet financiadas por los Estados Unidos bombardearían Santiago. Las bombas caerían también sobre Bellas Artes, donde los cuadros, ya colgados, comenzarían a vivir su desventura más grotesca.
Sufro de una deformación profesional muy propia de escritores: la suposición inmediata de que cada obra plástica consagrada contiene –antes que color, o forma o dimensiones– un relato construido por la cultura, por el entorno, por el azar. El cuadro es antena de un relato poderoso, que no lo precede ni le sigue en tiempo y espacio, sino que le es simultáneo, como el marco. No puedo evitar el placer culposo de ver más con las palabras adjuntas que con los ojos, de mirar antes con las anécdotas –ciertas o no– que con las relaciones hacia adentro del lienzo. Cada cuadro es –para el narrador– un hito, una marca territorial de un relato poderoso y esa marca (el cuadro) invoca el relato. Es decir que en contra de lo aparente, todo lo que el cerebro puede percibir son palabras. Lo demás, lo construye luego.
La muestra –y el lujoso catálogo que cuenta esta historia– están ahora al alcance de todos en el Museo Nacional de Bellas Artes, traídos de la mano justiciera de Andrés Duprat, 43 años después de las bombas y de la fuga de los cuadros, que debieron abandonar Chile en secreto y en zigzag. Esas obras invocaban en ese entonces otro relato: México acababa de mixturar las técnicas de la vanguardia europea (el cubismo) con un contenido americano que a aquella revolución formal europea le faltaba: el del cambio social en tierra firme. México había nacionalizado su petróleo, había entrado en huelga en las minas de cobre del capital estadounidense en Sonora y estaba ahora exportando en imágenes los mensajes concretos de su revolución.
Aquí y ahora ambos relatos superpuestos son urgentes. Estos cuadros operan esa magia.