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Confesión de un "destituyente" que le responde a Horacio González por la polémica sobre Carta Abierta

El director de la Biblioteca Nacional fue muy duro con el semiólogo por sus críticas al movimiento pro-kirchnerista. Ahora llega la replica.

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A riesgo de ser redundante, recordaré que, más allá del núcleo duro de los sectores que apoyan al Gobierno, la ciudadanía no parece tener dudas acerca de la razón por la que se adelantaron las elecciones legislativas: minimizar todo lo que sea posible el derrumbe estrepitoso, tanto en el ámbito político como en la opinión pública en general, de la imagen de la gestión kirchnerista (ese deterioro de la imagen la construyen los medios, claro, no tiene nada que ver con la realidad).

Al mismo tiempo, la Presidenta presenta un proyecto de ley de servicios de comunicación audiovisual que reemplazaría a la vieja Ley de Radiodifusión, y convoca a 60 días de “debate público”. La ley será votada tras ese “debate público” y por lo tanto después de las elecciones legislativas, pero antes que asuman los legisladores elegidos el 28 de junio, es decir que será votada por la mayoría actual. La maniobra es en sí misma tan explícita y grosera que no merece mayores comentarios. Pero sí merecen comentarios sus consecuencias.

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He aquí un problema importante, discutido desde hace años por todos aquellos que nos interesamos en los medios, que exigiría, por fin, un debate público sereno y en profundidad –yo diría por simple respeto intelectual a la complejidad de la cuestión–, debate que ningún gobierno propuso desde que volvimos a la democracia, en 1983.

Ese problema activa la cuestión, central hoy en el mundo, de la relación entre el Estado y los medios de comunicación, viejos y nuevos. Súbitamente, esa cuestión queda reducida, en manos del Gobierno, a una simple movida táctica de urgencia, una vez más bajo el disfraz de una decisión política “de fondo”. Durante la primera discusión sobre el proyecto, organizada en la UBA, un funcionario insistió enfáticamente en que no es posible seguir con una Ley de Radiodifusión promulgada por la dictadura: el gobierno kirchnerista necesitó al parecer unos seis años para darse cuenta de esa insoportable situación, pero ahora hay urgencia.

Debo decir que, en el contexto de la presente nota, no es el contenido de la Ley de Radiodifusión lo que me interesa, sino lo que el procedimiento que acabo de recordar implica respecto de la relación entre la acción política y el trabajo intelectual o, si se prefiere, entre el campo político y el campo académico, tal como el kirchnerismo la practica.

En el mes de marzo, anticipando la presentación del proyecto de ley sobre la comunicación audiovisual, la Presidenta había aludido a lo que llamó el “salto tecnológico” de las comunicaciones, subrayando que “si no lo dotamos de un marco jurídico puede resultar contradictorio y no permitir el acceso a todos los ciudadanos, a todas las voces y a todos los pensamientos”. ¿El objetivo será entonces mayor pluralismo, mayor democracia?

Me limitaré a un episodio que me concierne directamente. Resulta que en mi columna de hace 15 días, bajo el título “Hagamos política”, evoqué el problema de la competencia/incompetencia de los que ejercen el poder político; a propósito de algunos conceptos del filósofo francés Jacques Rancière, recordé la figura del azar en la que él insiste (¿por qué no tirar a los dados quién nos va a gobernar?) e invité a mis lectores, ante “la incompetencia de los supuestamente competentes”, a un acto propiamente político, transformando el voto “en una afirmación de libertad, en una experimentación, en una discontinuidad” (en estas últimas comillas, palabras textuales tomadas de Rancière). Invitación precedida de la siguiente aclaración: “La cuestión no pasa por la legitimidad (…) porque sobre ese punto la respuesta es clara y no admite discusión: en la situación en que nos encontramos, los que ejercen el poder lo hacen porque fueron votados para ejercerlo”.

Resulta que mi columna fue discutida en un largo texto escrito por uno de los más conspicuos representantes del intelectualismo oficialista (texto que este diario reprodujo oportunamente el domingo pasado), y que llevaba el título: “ Fontevecchia y Verón: fundamentos discursivos del fenómeno antikirchnerista”, en alusión directa al subtítulo del libro que hace unos veinte años escribí con Silvia Sigal sobre el peronismo. El autor interpreta correctamente mi columna como un llamado a “votar contra el Gobierno”, pero ese llamado (que yo calificaría de banal desde el punto de vista de la polémica propiamente política) le resulta escandaloso: lo califica de llamado a un voto “destituyente” (término que el Gobierno ha puesto de moda).

La Presidenta nos explica que el proyecto de ley sobre la comunicación audiovisual tiene por objetivo permitir la expresión de “todos los ciudadanos, todas las voces, todos los pensamientos”. Salvo, claro, aquellas voces o pensamientos que se oponen al Gobierno (léase: que atentan contra las instituciones), como en mi caso.

Bueno, lo confieso: invité a mis conciudadanos a derribar a la actual mayoría parlamentaria oficialista… a través del voto. Qué quiere que le diga, es de terror, es claramente subversivo. No puede ser, necesitamos una ley para evitar este tipo de cosas.

*Profesor plenario. Universidad de San Andrés.