Hoy, en la Argentina, abrumamos hablando sobre la confianza. Es un tema concitante, con pliegues políticos y económicos, entre otros.
En el plano económico general, el ilustre Keynes abordó el asunto. El aludía a las convenciones, que ayudaban a formar las expectativas, y a la confianza, a la manera de un factor de talante capaz de dotar a esas expectativas de validez y significación.
Naturalmente, en el actual caso argentino, el tópico en cuestión se inscribe en el seno de un gran ruido político, derivado de los recientes comicios, interactuando con un delicado cuadro económico signado por contenidos estanflacionarios y por un desencuadre global de variables.
En medio de tamaña constelación, se perfila un cierto statu quo de relativa calma circunstancial, con una salida de capitales aminorada, menor tasa de riesgo, un dólar quieto o casi, alguna recomposición de depósitos, compras de divisas del Banco Central y una actividad que tocaría piso, con situaciones sectoriales heterogéneas. De paso, y no sin altibajos, la inflación efectiva se desacelera algo.
Obviamente, este statu quo implica un respiro, pero de baja calidad. Se asocia a la estanflación y a un desempleo que, aunque no en masa, sí avanza. Por otra parte, los desequilibrios macroeconómicos en los diversos frentes –cambiario, monetario y de tasas, fiscal, en lo atinente a la cuestión de los ingresos y de la inflación–, en sustancia, persisten. De este modo, el horizonte está poco expedito.
Pues bien, así las cosas, donde se cargan las tintas respecto de la famosa confianza es en la esfera financiera externa, asumida como meollo del asunto. La inmensa mayoría de los economistas insiste en esto. Las propias declaraciones del Ministerio de Economía parecen inscribirse en esta onda. Incluso, un cierto intento de emprolijar el INDEC se avendría, en su uso, a esa óptica (por aquello del artículo IV del FMI y de la posibilidad de pedir ayuda a éste).
En esto, se parte de un razonamiento básico: tenemos pesados vencimientos de deuda para lo que resta del año y para el próximo bienio. Suponiendo cubiertos los primeros, en tanto nos adelantemos en el bienio, la política de “rascar hasta el hueso” –reciclar deuda en reparticiones estatales superavitarias– se enrarecería. Por de pronto, porque el superávit se diluye. Luego, la consigna es: ¡volvamos a los mercados financieros externos! Y, si cabe, “volvamos al FMI”. Necesitamos plata.
Mientras, el oficialismo trata de “atajar penales” por doquier, buscando limitar los abundantes reclamos que, de un modo u otro, suponen podar aun más a un fisco casi famélico (y con un frente provincial cada más urticante). Claro que el atajar penales, aun cuando se pueda, no asegura hacer el gol en el otro arco, el que concierne al desempeño objetivo de la economía.
Bajo este marco, nos arriesgamos a querer parar al cono por su vértice en lugar de apoyarlo sobre su base. Nos confundimos. Una cosa, correcta, es señalar un capítulo financiero externo como un factor, sin duda importante para la política económica. Y otra, incorrecta, es erigirlo en epicentro de la confianza y de la estrategia económica.
Por el contrario, lo clave es restaurar determinadas bases mínimas que faciliten el repunte económico, con cierto margen de estabilidad de precios, reforzando las perspectivas de competitividad –con un mayor realismo cambiario y otorgando una respuesta calibrada en materia de retenciones– y de empleo, y dando más horizonte a la inversión. Algo ilusorio sin un programa macro integral que busque corregir el desencuadre de variables. Esto también aportaría a limitar la fuga de capitales, pero dependiendo menos de un superávit comercial externo que ahora se asocia mucho a la recesión y a las trabas para hacerse de insumos necesarios.
Aplicado este programa macro, entonces sí cabría el capítulo financiero externo. Pero éste, aunque valioso, dejaría de ser una primera prioridad, en tanto su funcionalidad sería definida por un programa dirigido a enfatizar la competitividad y el empleo. Así se construiría la verdadera confianza.
*Economista.