La violencia nos alcanza y asusta a todos. Pedimos explicaciones y buscamos responsables: siempre son los otros. Los pacíficos decimos ser mayoría pero muchos estamos en silencio. Nos resulta difícil comprender lo que sucede.
Los argentinos pocas veces nos hemos involucrado con lo que es de todos, lo común, el Estado, las instituciones públicas. Raro, porque se trata de las bases sobre las que se asientan nuestras construcciones personales. Si estas bases comunes fallan, tarde o temprano lo demás termina no valiendo nada. No vale la moneda, el trabajo, la propiedad privada, el pequeño ahorro, la jubilación. Desconocemos tanto el funcionamiento de las instituciones que sostienen nuestra vida en sociedad como los valores democrático-republicanos que la mantienen unida. O nos hacemos los distraídos. Extraña actitud la nuestra.
Nos resulta cómodo convencernos de que la violencia es cosa de unos pocos fanáticos, delincuentes, ideólogos del pasado, minorías golpistas, políticos, sindicalistas, jueces, empresarios y aventuramos razones que motivan sus actos. “Solo hace falta que el Gobierno y el Poder Judicial se pongan las pilas”, repetimos. No es así. La violencia y su incitación están presentes en el hogar, la escuela, el trabajo, el deporte, el Congreso, el tránsito, los tribunales, las cárceles y en todo lugar donde se desarrollen relaciones sociales.
El cumplimiento de las normas, el respeto a las instituciones, el diálogo y la búsqueda de consensos no se adquieren ni se transmiten por ósmosis: hay que educar para ello. Pero ¿lo estaremos haciendo? Si analizamos el diseño curricular de la materia Construcción de Ciudadanía, dictada en la provincia de Buenos Aires para formar 4,8 millones de alumnos, vemos con sorpresa que brinda soporte a diversas prácticas confrontativas y violentas.
La primera parte del diseño de esta materia condensa el relato político instaurado en la Argentina desde el año 2003 ya que determina la visión del Estado respecto de la función de la escuela, define el perfil de docente necesario para los cambios que la institución requiere y, finalmente, identifica a esa especie de joven militante que caracterizaría al ciudadano “perfeccionado” por la escuela.
Mientras reclamamos diálogo, consenso y la pacificación de las relaciones sociales, nuestros docentes y jóvenes continúan siendo educados en una sesgada visión de contexto ideológico, histórico y socioeconómico, pero sobre todo político, que los adoctrina en el objetivo de mantener el conflicto permanente como forma natural de administrar las relaciones sociales. Esta visión contamina todas las herramientas de mejora que incorpora al sistema, orientándolas a prácticas exclusivamente reivindicativas. Llama a hacer hincapié en la ampliación de derechos sin educar en la responsabilidad que los mismos conllevan, a utilizar las instituciones republicanas como simples herramientas al servicio de aquellos objetivos sin conferirles valor en sí, y a la idea de que la escuela no debe educar en responsabilidades y valores sino en afirmación de derechos que se consiguen mediante la confrontación.
Nuestra violencia es el resultado del estado de nuestra cultura. Educar ciudadanos para una vida democrática y republicana plena es responsabilidad de todos. Como gobierno, esto forma parte de lo que nos falta hacer. Como sociedad, necesitamos más voces
y ejemplos que lideren el camino de la paz.
*Secretario de Planificación Estratégica del Ministerio de Justicia y Derechos Humanos.