Condenaron a prisión perpetua a Ayelén María Salva y a Marcos Leandro Coronel, culpables del asesinato del hijo de la primera, un nene de tres años de edad llamado Ian. Las palizas que le propinaban terminaron por matarlo en abril del año pasado. La pena que les cupo acaba de anunciarse.
Me ha llamado la atención la repercusión mediática relativamente escasa que tuvo semejante noticia. Sobre todo en estos tiempos en los que, para bien, una violencia largamente invisibilizada, o incluso hasta admitida, la violencia doméstica, ha pasado a percibirse y a percibirse como inaudita: se la señala y se la condena. Hasta hace poco se suponía que era una cuestión de cada cual, un asunto de cada casa y que no había que meterse. Ahora por fin entendemos que no es así.
El tema está por todas partes: en pantallas y primeras planas, redes sociales, la calle. Es extraño, por eso mismo, que de esta variante feroz de la feroz violencia doméstica, la que se ejerce contra los niños, se hable, pese a todo, tanto menos. ¿Por qué razón? Lo desconozco. Me permito arriesgar dos hipótesis, con carácter tentativo. La primera es que se debe a que los niños no pueden organizarse, hacer denuncias en la comisaría, alzar la voz, ir a los medios, enarbolar pancartas, parar. La segunda es que se debe a que avanzar sobre este problema implica contrariar dos supuestos muy arraigados: el supuesto de la sacralidad de toda madre y el supuesto de la pasividad femenina. No se trata de desplazar a las mujeres al lugar de la culpabilidad, obviamente, sería tonto pensarlo así. Se trata de contrarrestar esos prejuicios ideológicos, los que impiden poner en cuestión la esencialización de la maternidad o concebir a las mujeres en tanto que sujetos activos. Dos prejuicios que provienen evidentemente del más acendrado machismo. Al que, por cierto, y por lo visto, no siempre es tan fácil detectar.