Existe un acuerdo general en considerar las ediciones bilingües, sobre todo de poesía –casi exclusivamente de poesía, nadie, afortunadamente, tuvo la ocurrencia hasta ahora de editar cuentos o novelas con texto original a fronte–, como la perfección editorial, como el non plus ultra, el no va más, el “No se puede hacer más lento” lavandiano aplicado a la traducción. En lo personal, no hay nada que odie más que las ediciones bilingües, y cada vez que un editor me comunica que una traducción mía va a aparecer así, no puedo evitar el desconsuelo y responder: “De acuerdo, de acuerdo, pero hablemos de otra cosa”.
Porque ¿qué es, en definitiva, una edición bilingüe, sino la versión establecida por el traductor acompañada de un auditor, qué digo auditor, de un policía? Se me dirá que aquellos que carecen de veleidades de policía, que no utilizan la versión original como herramienta de contralor lingüístico, pueden utilizarla para descubrir la musicalidad de la lengua original, suponiendo que la lengua original la tuviera, y a eso se podría responder que, como suele ocurrir en el ámbito de la literatura, las riquezas están mal repartidas. Del mismo modo que sólo los suplementos literarios se preocupan, de entre la maraña de suplementos de todo tipo y especie, por ser leídos por aquellos a quienes la literatura no interesa y no tiene por qué interesarle, las ediciones bilingües pretenden dirigirse a quien, desconociendo el idioma original, lo único que le queda hacer es controlar, policíacamente, cuán fiel o infiel ha sido el traductor. Cuando lo más razonable, si a alguien le interesa leer un libro en su lengua original, sería que se lo procure por su cuenta, cosa que hoy, gracias a la existencia de internet y las distintas modalidades de piratear libros recién aparecidos, resulta facilísimo. Desde el punto de vista del traductor la cosa se compara a cuando uno sale de su casa bien ataviado para ir a una fiesta y la vieja vecina, que siempre está en bata, le critica la corbata que se ha puesto, o el color de la camisa. O como cuando al comprar cigarrillos en el quiosco de la esquina, el quiosquero no suelta los cigarrillos hasta tener en mano nuestro dinero, por miedo a que nos escapemos corriendo sin pagarle. O como cuando en el supermercado nos hacen mostrar el contenido del bolso antes de salir. La edición bilingüe debe su existencia a la desconfianza, justificada por otra parte, pero como en el caso de la narrativa debería darse por supuesta, sin alimentarla.
César Aira, en su libro sobre Edward Lear, dice algo genial: las ilustraciones del propio Lear a sus limericks no hacen otra cosa que funcionar como auditoras de la traducción, evitando que el posible traductor, en busca de la musicalidad o la rima, se aleje mucho de lo real de la imaginación. El traductor de Lear debe lidiar entonces con el control que ejerce la imagen. Si tanto les interesan las versiones originales, estudien idiomas. En literatura no hay nada mejor que saltearse al traductor.