El otro día, la directora de un importante sello independiente me decía que estamos en una época dorada de la edición en la Argentina, que florecen la publicación de nuevos autores, la reedición de los viejos y las traducciones como no se veía desde hace cincuenta años. No tengo forma de corroborar ese optimismo, pero es cierto que a medida que se concentran el mercado editorial y el bolsillo de los lectores, en los márgenes aparecen todo el tiempo nuevas editoriales, se consolidan las ya existentes y se editan autores impensables hace algunos años. Finalmente, parece que alguien lee. O al menos compra libros. O algunos libros.
Supongo que una buena proporción de quienes leen está conformada por profesionales o aspirantes a serlo: editores, escritores, periodistas, profesores, alumnos, participantes de talleres literarios... Tal vez ya no queden lectores puros, personas cuyo medio de vida no tiene nada que ver con las letras, y ni siquiera sea deseable que la literatura sea consumida por gente ajena laboralmente a ella.
Sin embargo, me consta que las editoriales grandes y pequeñas hacen un gran esfuerzo por difundir sus productos entre los lectores y que el trabajo de publicidad de las editoriales está encaminado a engañarlos, a venderles libros mediante tretas (gacetillas, reseñas y entrevistas) que disimulan su contenido. Para no herir susceptibilidades, voy a tomar un ejemplo extranjero. Nórdica y Capitán Swing, dos editoriales españolas, se han unido para producir el libro más bello de este siglo: el Atlas de islas remotas, de la escritora y diseñadora gráfica alemana Judith Schalansky. “Bello” es una palabra resbaladiza, pero no hay duda de que el atlas, con sus textos en las páginas pares y sus mapas en las impares, con su refinamiento tipográfico y cartográfico, con su sobriedad vanidosa, es un perfecto coffee table book, uno de esos libros concebidos para hojear, admirar y dejar en la mesa después de un rato. Para complementar su excelencia como objeto, los editores nos aseguran en la contratapa que es “perfecto para el viajero romántico que hay en todos nosotros”.
Sin embargo, el libro es irrelevante desde el punto de vista geográfico y contraproducente como guía de viajes. De hecho, Schalansky nos advierte que nunca estuvo en esas islas y nunca irá. Sus cincuenta territorios están lejos de las rutas turísticas, son pequeños (todos miden menos de 200 kilómetros cuadrados y alguno no llega al kilómetro), inhóspitos (muchos están deshabitados y ninguno tiene más de siete mil habitantes) y, sobre todo, siniestros. Desde la guerra de exterminio entre cangrejos rojos y hormigas amarillas en la isla de Navidad hasta la espantosa saga de asesinatos y violaciones en Pitcairn, pasando por la expulsión de los nativos en Diego García, la ejecución de los recién nacidos en Tikopia, la locura del déspota de Clipperton o el horror de la caza de ballenas en Decepción, Schalansky nos convence de que las islas sirven sólo a dos propósitos: condensar la maldad cósmica y escribir. Cada uno de sus relatos, cada una de esas páginas novelescas, históricas, mitológicas o topográficas es de una potencia literaria notable y de un pesimismo demoledor. Pero el libro está camuflado como para que el público no se entere de que se trata de literatura.