El cronista de Radio Rivadavia que fue sacado por “personal de seguridad” del salón de la Casa Rosada en el que hablaba la presidenta Cristina Kirchner es un símbolo de muchas cosas que andan pésimo en la Argentina.
Ella tenía razón: no se interrumpe un mensaje presidencial. No de esa manera. Antonio Crudo, el periodista, le dijo de viva voz a la Presidenta que no es cierto que las tarifas de los colegios privados no hayan aumentado. La de su hija pasó de 170 a 228 pesos.
Pero se equivocó en las formas y su irrupción no correspondía, a menos que el país esté en tal estado de emergencia y fuerza mayor que todas las normas dejen de ser válidas. ¿Hemos llegado a ese punto? ¿Se justifican actitudes excepcionales?
El reportero explicó que “si la Presidenta nos diera la posibilidad de hablar con ella, yo no hubiera aprovechado ese momento, se lo diría tranquilamente”.
Estos cinco años de Kirchner dejaron, entre otras, la nítida impronta de una deliberada hostilidad oficial, si no contra todas, al menos contra ciertas formas, descriptas por el Gobierno como obsoletas, inconvenientes, negativas o superadas. Ahora es Cristina Kirchner quien probó, contra su voluntad, similar medicina.
El episodio de los 8 millones de pesos en viáticos gastados por ella en viajes de “instalación presidencial” develado por Luciana Geuna en Crítica de la Argentina es revelador: sólo la mitad de ese dinero fue rendido con comprobantes, mientras que en el reporte final se pasan 8.000 pesos por “café con periodistas” (en un viaje de tres días) y “propinas” por más de 2.000 euros en otra excursión de la entonces primera dama.
Al suprimir a partir de 2003 el contacto con el periodismo, el Gobierno no se “equivocó”. Aplicó una convicción ideológica profunda, sobre la cual ambos Kirchner y Alberto Fernández, además de Enrique Albistur, se han explayado en muchas ocasiones. Para el disco rígido de quienes gobiernan hace ya un lustro, el periodismo es una actividad parasitaria, redundante y exenta de respetabilidad. Disculpen la autorreferencia, pero en mi libro La intemperie (Fondo de Cultura Económica, 2005) relato mi encuentro con Néstor Kirchner en 2003 en el que me dijo que gobernaría radialmente, sin intermediarios, comunicándose “directamente” con el pueblo.
Es la doctrina del “atril” (como la eternizó, con eficacia, Joaquín Morales Solá): desde los micrófonos, que toca obsesivamente, la Presidenta habla de lo que quiere y como quiere. Allí está el otro problema: ya es un sistema inexorable convocar en Casa Rosada para hablar de una cuestión rutinaria de Estado, pero usar la ocasión como si fuera una cadena nacional monologada... Todo vale: hospitales, acuerdos internacionales, obras provinciales, emprendimientos científicos, cloacas municipales, en cada oportunidad de ceremonias de rutina gestionaria, la Presidenta, igual que su marido antes, descarga epítetos, descalificaciones y, sobre todo, rezongos proverbiales contra esos medios a los que ella no atiende, pero que, según el Gobierno, ven todo mal y jamás dan noticias “buenas”.
Parada sobre sus tacones, Cristina Kirchner estaba en ese atril asegurando que no había inflación cuando el cronista radial alzó su voz. Es que el Gobierno ha hecho de su deliberada incomunicación una premisa central: no es error, ni olvido, tampoco chapucería provinciana.
Los Kirchner viven la rectificación como un estigma trágico y no dan muestras de entender qué delirante es su pretensión estéril de reclamar un invicto intacto. Responden al ADN del peronismo, cultura del poder que hace 60 años viene demostrando que, junto con su elocuente capacidad de ejercer liderazgo político, también preserva notable potencia para ir por el poder y retenerlo.
Para esa cultura de poder, todo replanteo que suponga cambiar una tesitura dominante equivale a derrota. Y para el peronismo, perder es ser un traidor.
Cuando el intendente de Ezeiza, Alejandro Granados, homenajea a Lorenzo Miguel junto a Néstor Kirchner, envía un mensaje fuerte y claro: la contigüidad asociativa de los peronismos que han rotado en el poder es infalible. Salirse de ella es dinamitar el contrato profundo del peronismo.
Ese es el miedo que neurotiza al Gobierno, pero sobre todo a los Kirchner: que el caparazón aparentemente inexpugnable bajo el que viven se quiebre y, en lugar de producir una fisura, genere un tsunami. Hasta cierto punto, sus reacciones y su praxis derivan de una configuración corporativa, que da sustento al entero edificio del peronismo. Como me confesaba un articulado y culto cuadro del peronismo bonaerense días atrás, si uno va al pueblo más perdido de Jujuy y quiere saber quién maneja al justicialismo local, es sencillo: si en las paredes pintaron “Cachito conducción”, es Cachito quien dirige.
Pero incluso en este marco, el kirchnerismo se distingue por un atributo notable, incluso de cara a sus predecesores, eso que los anglófonos llaman self rightneousness, o sea esa capacidad inagotable de creer que sólo ellos tienen la verdad y están en lo correcto.
Esta semana, como comentario a un podcast mío en Perfil.com, un oyente-lector-internauta posteó: “Desde hace cuatro años y pico me vienen gritando desde lo más alto del poder, no se comunican conmigo, ni me informan, ni me adoctrinan, simplemente ME RETAN. Ya estoy mayorcito para que me reten y no lo admito”.
Perón mandó fichar y echar de una conferencia de prensa a una periodista, el 8 de febrero de 1974 (Perón, claro, daba conferencias de prensa). Ese día, la periodista Ana Guzzetti, del luego clausurado diario El Mundo, le preguntó a ese presidente: “Cuando usted tuvo la primera conferencia de prensa con nosotros, yo le pregunté qué medidas iba a tomar el gobierno para parar la escalada de atentados fascistas que sufrían los militantes populares. A partir de los hechos de Azul, conocidos por todos, y después de su mensaje llamando a defender al gobierno, esa escalada fascista se ha ampliado mucho más. En dos semanas hubo exactamente 25 unidades básicas voladas, que no pertenecen precisamente a la ultraizquierda; hubo 12 militantes muertos, y ayer se descubrió el asesinato de un fotógrafo. Evidentemente, todo está hecho por grupos parapoliciales de ultraderecha”. La respuesta de Perón fue: “¿Usted se hace responsable de lo que dice? ¡Eso de parapoliciales lo tiene que probar!”.
Llamó al edecán aeronáutico y le ordenó: “Tome los datos necesarios para que el Ministerio de Justicia inicie la causa contra esta señorita”. Guzzetti no arrugó ante el viejo: “¡Quiero saber qué medidas va a tomar el gobierno para investigar tantos atentados fascistas!” Perón replicó que ésos eran “asuntos policiales provocados por la ultraizquierda y la ultraderecha”. Remató sin anestesia: apuntándola con un dedo, la acusó directamente: “¡La ultraizquierda son ustedes!” (Hugo Gambini, La muerte de Perón. Rugidos y zarpazos de un león herbívoro, publicado por La Nación, el 27 de junio de 2004).
Entre Guzzetti y Crudo, ¿pasaron? 34 años.