Esta semana murió un jinete de 23 años en el Festival Nacional e Internacional de la Doma y Folklore de Jesús María, en Córdoba. Se llamaba Alfredo Espíndola, venía de Misiones. El caballo se zafó del palenque antes de tiempo, cuando Espíndola estaba preparándose y lo aplastó. Los paramédicos intentaron reanimarlo, lo entubaron en pleno campo de jineteada, pero murió poco después, antes de llegar a la clínica local. Si las jineteadas no fueran peligrosas, nadie las miraría. El riesgo es parte de ese show violento, que al fin y al cabo es una lucha entre un hombre ágil y un caballo nervioso.
Habría que aclarar primero que la denominación de doma es errónea. Una cosa es una jineteada y otra, una doma. Domar un caballo es amansarlo, es lo contrario a jinetearlo. El domador intenta evitar los corcovos de un potro, tranquiliza al animal, le saca las cosquillas, le va enseñando a no tener miedo, a aceptar y aprender la voluntad del jinete. En cambio, jinetear un caballo es incitarlo, con espuelas y rebenque, a que empiece a dar saltos, para mostrar una destreza humana no demasiado útil hoy día. Puede suceder que durante la amansadura un caballo corcovee, pero no es tan habitual. De hecho, esos caballos de las jineteadas, llamados reservados, son excepciones, son caballos que salen saltarines, no son potros salvajes, son caballos que aprendieron a hacer eso, porque no les enseñaron a hacer otra cosa. Pero de hecho, los hacen formar en corrales, los agarran con un bozal, no son fieras desbocadas, sólo empiezan a corcovear cuando les clavan las espuelas. En el rodeo norteamericano, también se atormenta a los caballos para que salten y se sacudan: les aprietan fuerte una cincha a la altura de la verija, donde más cosquillas tienen, de manera que saltan tirando patadas hacia atrás para zafarse de esa incomodidad.
Esta exaltación de la acrobacia sobre un caballo descontrolado, nos viene, dicen, de la brutalidad con la que se domaba en la Argentina. “Cruz y Fierro de una estancia una tropilla se arriaron”, dice Hernández. Así era como conseguían caballos frescos los regimientos: llegaban a una estancia y arriaban una tropilla. De esos caballos, unos pocos estaban domados pero la mayoría, no. Entonces, los soldados tenían que subir ahí mismo sobre los potros y se armaba un desparramo de patadas, tironeos y jinetes al suelo. A las pocas horas, esos potros iban montados y apretados entre las filas del batallón. No había tiempo para sutilezas. Aguantar corcovos era una destreza bien vista y hasta útil. Los caballos se terminaban amansando con la inercia del batallón. No se domaba caballos, se los quebrantaba.
Lo que se llama tradición no es más que el resabio de una necesidad brutal. Porque con el tiempo, esa destreza de aguantar corcovos se convirtió en una diversión –como las cuadreras o las carreras de sortija– y se la empezó a provocar, a organizar. Ese caracoleo fanfarrón y peligroso de castigar a un caballo se convirtió en espectáculo popular y hoy día, es un gran negocio. Desde la primavera hasta entrado el verano, hay festivales de jineteadas por todo el país. Pero la plata es para los organizadores, no para los jinetes que corren el riesgo de quedar colgados del estribo o de ser aplastados por un animal de cuatrocientos kilos. En los festivales más chicos, pueden pagarle 200 pesos por una monta a un jinete; en los más grandes, el primer premio puede ser un auto 0 km, pero por uno que gana hay otros cuarenta que se vuelven a casa con las manos vacías, pasan sin pena ni gloria y quedan muchas veces machucados.
Los malentendidos de la tradición se van volviendo más grotescos con el tiempo. Habría que analizar la influencia del cine argentino-militar sobre el folclore local. Esos chalchaleros tocando en formación aeronáutica en los paisajes nacionales, esas coreografías de ballets que dudaban entre la influencia coya y West Side Story, el malambo-tap, todo ese charol, esa cuerina, las botas acordeonadas, las pelucas, ese aire de acto escolar que tiene la llamada tradición, esa reglamentación y falsificación de algo que quizá nunca existió y que termina modificando y reemplazando a lo poco que sí existe. Ya no hay domadores, ahora hay expertos en equinos marginales, dice Inodoro Pereyra. Los caballos, en la Argentina sojera, ya casi no tienen una función, se los cría para el espectáculo televisivo. El miércoles pasado, cuando murió ante la vista de todos el jinete en Jesús María, los organizadores quisieron seguir con el show musical, pero la gente se fue retirando de a poco.