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Correr y coger

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La vida en pandemia precipitó un detour del destino sudamericano: antes de convertirse en Venezuela, Buenos Aires está en vías de volverse Etiopía, la capital-estado del running. Los runners inundan las calles y la noche se transforma: así como los animales reclamaban las zonas urbanas, dejándose fotografiar correteando en avenidas, los porteños se lanzan a reconquistar los espacios cedidos a la máquina. Hay que decirlo: Horacio Rodríguez Larreta (conocido referente de la Comunidad Ciborg) ha preferido privilegiar la biología humana antes que la de sus hermanos aparatos. Grandes avenidas se vuelven peatonales, autopistas del trote nocturno: siempre regida por el espíritu literario, la de Buenos Aires es la única cuarentena que emula un poco la literatura de la peste, que prevé que el día sea noche, que los cuerpos se confundan y que las ataduras puritanas se dejen de lado. Antiguas tradiciones porteñas resucitan: porque correr y coger se confunden, y el amor se hace al aire libre en Villa Cariño, como solía llamarse a los Bosques de Palermo cuando los amantes hacían de las suyas bajo los árboles.

“Se acabó la solidaridad con la Ciudad”, dijo al ver a los runners el fofo Sergio Berni, que debería disfrazarse de superhéroe a ver si así se pone una máscara alguna vez. Se filma armado de noche con una ametralladora, pero siempre a cara descubierta para que no perdamos ni un ápice de su fealdad. Una nueva grieta, sedentarios versus corredores, comedores de harinas versus ketos y paleos, marca la sociedad argentina. Quien corre (y coge) es señalado como un desobediente, alguien que desdice con su cuerpo el miedo instituido desde el gobierno nacional.

Mientras, la vocación policíaca de los sedentarios crece. Es normal: en un país donde la justicia no existe, mucha gente sueña con ser la yuta. No salgan si no quieren, y traten de no infartarse: la precaución extrema que congeló la atención médica está derivando en una mala praxis sanitaria masiva.

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