La corrupción es un problema que aqueja a buena parte de la población. Aunque pareciera que la ciudadanía se queja más de la corrupción cuando la situación económica es complicada, lo cierto es que siempre, en mayor o menor medida, los ciudadanos de a pie la percibieron como un flagelo al que es necesario, pero muy difícil, combatir.
Curiosamente, en algunos contextos académicos, y más precisamente en determinados subgrupos influyentes relacionados con las ciencias sociales, enfatizar reiteradamente la corrupción no está del todo bien visto. La idea es que quienes señalan la corrupción gubernamental hacen un análisis muy simplista y no entienden la complejidad de los fenómenos políticos. No son lo suficientemente sofisticados como para entender que en algún nivel la política siempre estuvo y estará corrompida, y se pierden fenómenos políticos que incluyen cuestiones más interesantes que necesitan ser analizadas en profundidad, como la justicia social y la ampliación de derechos. Quienes viven marcando la corrupción son ingenuos; no comprenden qué es la realpolitik. Un verdadero experto en temas políticos ya no se preocupa por eso. Lo considera, por supuesto, algo malo, pero no pierde demasiado tiempo en esos juicios de valor; se dedica a temas más complejos.
No es mi intención aquí cuestionar la honestidad intelectual de quienes tienen esta forma de encarar los temas políticos. De hecho, tal vez haya algo de cierto en algunas de las premisas de las que parten. Mi preocupación aquí es respecto de la utilización de esta lógica de razonamiento para arribar a conclusiones normativas sobre qué razones son relevantes para apoyar o no un proyecto político. Es lo que aquí llamaré la “falacia académica”.
Muchos periodistas, militantes, artistas y otras personalidades incurren en la falacia académica al omitir la corrupción gubernamental a la hora de evaluar la calidad de una gestión. Usando una serie de razones poco claras, como que la corrupción “siempre estuvo” o que “es imposible gobernar sin corrupción”, son capaces de omitir hasta los hechos más graves con el pretexto de que “hay que mirar cuestiones más complejas y no ser tan simplista”. Usan aquella lógica de razonamiento para sugerir con sutileza, pero falazmente, que cuán corrupto sea un gobierno no es tan relevante a la hora de decidir si apoyarlo o no, porque lo que importa es la “ideología”. Es la falacia académica, porque importan una lógica propia de algunos académicos, junto con su vocabulario elegante, para omitir o justificar hechos gravísimos, o en el mejor de los casos quitarles la importancia que merecen. Es una falacia que tuvo su clímax de presencia durante el kirchnerismo.
Lo cierto es que, aunque haya ideologías políticas más propensas que otras a desencadenar en hechos de corrupción, ninguna ideología la contempla por definición. Por lo tanto, un gobierno con corrupción profunda y estructural es amorfo en cuanto a ideología; no la tiene ni le preocupa. No es de derecha ni de izquierda. Se encuentra en un espacio vacío, más parecido a una asociación ilícita en el derecho penal que a cualquier ideología que podamos leer en los libros. Es posible que el gobierno kirchnerista sea el que más haya privatizado, por los miles de millones de pesos que, según se sospecha, eran para fines públicos y habrían sido usados para fines privados. Aunque también se lo puede ver como gravísimas violaciones al derecho de propiedad de los ciudadanos sobre el fruto de su trabajo. Cualquier ideología, socialista o liberal, lo rechazaría. Si aquello se comprueba, no habrá ideología que pueda prestarles apoyo teórico sin desmoronarse al instante.
Condenar sistemáticamente la corrupción no es, como muchos creen, propio de una persona ingenua sin ideología. Sí lo es, en cambio, abrazar a un gobierno profundamente corrupto.
*Profesor, Escuela de Derecho, UTDT.