Las dos recientes fugas de condenados por violación de derechos humanos en dictadura fueron precedidas por casos de ex oficiales subalternos del Ejército que ante órdenes de detención de tribunales federales denunciaron “parcialidad manifiesta”, se declararon rebeldes y escaparon a una Justicia que, según sus abogados, estaría actuando al margen de la verdad bajo el “relato” de los 70. Algunos, antes de huir, difundieron la justificación de su rebeldía frente a acusaciones por enfrentamientos y muertes, en las que se afirma que las Fuerzas Armadas provocaron la eliminación de “parte sustancial de nuestros conciudadanos”, que no se compadecería con 6.145 desaparecidos y 743 víctimas de ejecución sumaria, sumando un total de 7.148 según C. Reato: el 0,03% de 26.000.00 de habitantes en 1976. Si bien repudian la cobardía de los ex comandantes al no juzgar y condenar según el “derecho de guerra” que exige capturar al enemigo vencido, juzgarlo y firmar sentencias en caso de pena de muerte, afirman que los procesos que los amenazan carecerían de pruebas concretas que, más allá de toda duda razonable, permitan condenarlos. Estarían invalidados –dicen– por la “conveniencia debida” de jueces a quienes acusan de prevaricato e ignorancia, los que al simplificar la historia argentina como lucha entre un maléfico “nosotros dominante” (las clases oligárquicas y racistas) y un beatífico “ellos” (indios, gauchos, anarquistas, comunistas, radicales y peronistas) “dominados”, incurrirían en la “teatralización judicial de una venganza”, según el fundamento general adoptado: “… se optará por un relato que tiene efectos en la elaboración de la memoria colectiva y en la construcción de identidades de las generaciones presentes y venideras”. Hace 28 años, el fiscal de los juicios a las juntas de comandantes, Julio César Strassera, distinguía en su alegato final: “… No son las FF.AA. las que están en el banquillo de los acusados, sino personas concretas y determinadas a las que se les endilgan delitos… (que había que probar en el marco) de una reacción del Estado feroz, clandestina y cobarde”.
Según el manifiesto de los militares prófugos, los asesinatos por la represión una vez cesada toda resistencia, igual que el de militares y policías indefensos por la guerrilla, serían “crímenes de guerra y no delitos de lesa humanidad”, ya que los cuadros subalternos habrían carecido de plena conciencia sobre un plan sistemático de exterminio que sólo los jefes habrían conocido; tesis abonada por la Ley de Obediencia Debida (1987), punitiva sólo de los que dieron las órdenes y los que se excedieron al cumplirlas ejecutando delitos aberrantes. Los autores aceptan que muchos de los jóvenes violentos “pudieron tener los ideales que el relato K les reconoce y propagandiza”, empero les repugna que “se desconozca lo mismo a los jóvenes militares que dieron su vida no sólo en cumplimiento de órdenes, sino también guiados por un idealismo tan intenso como el que tuvieron los guerrilleros”. Y al preferir una justicia internacional que considere el contexto de una guerra civil con injerencia de Estados Unidos y Cuba, citan al ex juez del Proceso Eugenio Zaffaroni en su Derecho penal militar (1980): “Habiendo desaparecido cualquier autoridad, o siendo incapaz la que resta, un grupo militar puede usurpar justificadamente la función pública (y dictar) ‘bandos militares’, y advierten que la ignorancia del principio de inocencia por tribunales dispuestos sólo a condenar alienta “una revancha futura contra los jueces de hoy”. ¿Situación acaso prevista por el filósofo proclive al ideal nazi Carl Schmidt?: “Un juicio político es aquel en el que no se busca establecer la culpabilidad o la inocencia, sino individualizar al enemigo”. Acicateada por el éxito camaleónico del citado juez supremo y la decadencia del kirchnerismo, no sería extraña la aparición de un contrarrelato sobre los 70 que desencadenara confesiones de antiguos enemigos, verdad y justicia completas, perdones mutuos y quizás reconciliación.
*Sociólogo y periodista.