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La lengua argentina

¿Crisis?, ¿qué crisis?

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Es un lugar común decir que la palabra “crisis”, en japonés –palabra que, según dicen los que saben, se pronuncia “kiki”–, está compuesta por dos caracteres ideográficos que significan “peligro” uno y “oportunidad” el otro. Es también un lugar común decir que los japoneses se toman muy en serio esa construcción y que a todo momento de crisis le sobreviene en Japón un cambio de oportunidad positivo, una especie de superación.
Pero, en español, “crisis” proviene –pasando por el latín– del griego y, particularmente, de un verbo: el verbo “krínoo”, que significa “separar, distinguir, juzgar”. Pariente de los términos “criterio” y “crítico”, “crisis” –etimológicamente– tiene que ver con pararse ante una situación complicada y tomarse el tiempo para analizarla. Eso revela que, a diferencia del japonés, la “crisis” en español se relaciona más con “el momento decisivo en un asunto de importancia”, como afirma Corominas.
Vista desde esta perspectiva, y si se me permite la asociación, la crisis se relaciona con el estrés. Ya se sabe, el estrés no es otra cosa que la reacción fisiológica a un estímulo percibido como amenazante. Así, el estrés es una respuesta inteligente del cuerpo que prepara los músculos y la mente frente a un riesgo que se advierte como inmediato.
Claro que el estrés es bueno en el sentido de que nos prepara para resistir y operar ante una circunstancia crítica. Era útil, por ejemplo, para que el humano de las cavernas pudiera huir ante la presencia de un animal salvaje y feroz. Pero cuando deja de ser una expresión puntual y empieza a convertirse en un evento duradero en el tiempo, su efecto se difumina y, peor, se invierte. De hecho, los músculos y la mente comienzan a cansarse y dejan de actuar con eficiencia ante los riesgos concretos. Es decir, aparece un león, pero no se puede correr.
Si se ponen en paralelo ambos conceptos, puede establecerse una cierta analogía. Como en el caso del estrés, la crisis debe ser interpretada como un clímax, el punto álgido o culminante (esto es, el instante de tocar fondo) en un proceso que viene deteriorándose de manera clara. Pero, si la crisis se extiende en el tiempo, se pierde la capacidad de análisis y se diluye el momento en que se puede cambiar el rumbo para empezar a remontar la cuesta.
Otra vez siguiendo a Corominas, la crisis se entiende como “la mutación grave que sobreviene en una enfermedad para mejoría o empeoramiento”. O sea, tras la crisis, se sale del pozo o se ingresa en él para siempre.
El problema es la perpetuidad de la crisis, lo que nos deja  como el estrés permanente, sin capacidad de reacción. Eso parece que le pasara –¿perpetuamente?– a nuestro país. Solidaria con las crisis de todos –México, Grecia, Turquía–, la Argentina no sale nunca de la sima (así, con “s”) en la que la sumen sus adhesiones (a los países emergentes o a los miembros de ciertas ligas que juegan siempre en los estadios más vulnerables). Y no sabe cómo separar la paja del trigo, distinguir lo que hay que hacer de lo que no y de juzgar lo que está bien (para todos) y lo que está mal.
De tropiezo en tropiezo, en definitiva, da la impresión de que no logramos ser críticos con nuestro presente –de todos nuestros presentes de cada momento de la historia– en vistas de superar nuestros problemas. Como si todo fuera una gran nebulosa en la cual no pudiéramos reconocer el camino más conveniente para apuntar hacia la cima (esta vez, con “c”). Y, entonces, no hay modo de identificar por dónde andan las oportunidades que, en Japón o aquí, seguramente se tienen que abrir en los momentos de crisis.

*Directora de la Maestría en Periodismo de la Universidad de San Andrés.

 

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