COLUMNISTAS

Cristina y Gardel

Hay palabras que no deben ser pronunciadas, fantasmas que hace mal evocar, escenarios que es necio descartar, sobre todo si la operación dialéctica es típica de un mal nacional, ese exceso de autoestima que deriva, enloquecidamente, en pozos depresivos.

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Hay palabras que no deben ser pronunciadas, fantasmas que hace mal evocar, escenarios que es necio descartar, sobre todo si la operación dialéctica es típica de un mal nacional, ese exceso de autoestima que deriva, enloquecidamente, en pozos depresivos.

Un conocimiento pormenorizado y sereno de las condiciones internacionales debería haber preparado un camino de prudencia y, sobre todo, sencilla humildad para las autoridades. No es la Argentina, por de pronto, un país ornado de virtudes en el escenario internacional, luego de la guerra de 1982 y del colapso total de veinte años después.

La invasión a las Malvinas y el default de 2002 encuadraron a la Argentina entre los países imprevisibles y hasta temibles. Se trata de una nación que sigue acatando la decisión de un piquete que mantiene unilateralmente cortada la frontera con Uruguay, acto de beligerancia internacional que el Gobierno avala hace dos años.

La furibunda borrasca financiera que ahora sacude de manera inclemente al sistema financiero mundial debería haber sido confrontada por el Gobierno con sangre fría, serenidad e inteligencia. No era momento de cobrarse viejas facturas, ni -mucho menos- patear al que trastabilló, que, por el momento, sigue siendo el hegemón mundial. Uso el término griego, que significa “dominador” de carácter institucional, porque en la Argentina abundan, y con razón, diagnósticos e imputaciones de hegemonismo oficial.

Contra las sugerencias de manejarse con una elemental prudencia, la Presidenta se presentó sin embargo en la Asamblea General de las Naciones Unidas el 23 de septiembre y desgranó, sin leerlas, 2.335 palabras. Me pregunto si la parte irritante de su discurso, reproducido abajo, la hubiera ella leído en caso de haberla escrito serenamente. Me ilusiono con que no, pero lo cierto es que ella dijo: “hoy ya no pueden hablar del efecto caipirinha o del efecto tequila, del efecto arroz, o del efecto que siempre denotaba que la crisis venía de los países emergentes hacia el centro. Hoy, si tuviéramos que ponerle un nombre, deberíamos decir tal vez el efecto jazz, el efecto que va desde el centro de la primera economía del mundo y se expande hacia todo el mundo”.

Ella se refería a “ellos”, los mercados, ese capitalismo salvaje, desregulado, codicioso, destructor e imprevisible contra el cual se eleva, majestuoso, lo que -en cambio- se hace en la Argentina. Confiada y, segura como prefiere mostrarse siempre, dijo: “he anunciado hace aproximadamente 15 días que vamos a saldar definitivamente la deuda con el Club de París, con quien sosteníamos esta deuda con fecha de corte desde el 10 de diciembre de 1983, el mismo año que asumió el primer presidente democrático luego de la dictadura”.

Remató su espectacularidad con un añadido, curioso por demás, ya que les hablaba a los argentinos desde Manhattan para contarles lo que había anunciado en tierra extranjera, y no en su propio el país: “ayer aquí en Nueva York, en el Consejo de Relaciones Exteriores, he anunciado que la Argentina ha recibido una propuesta de tres importantísimos bancos que representan a tenedores de bonos que no ingresaron al canje del año 2005, y que además proponen hacerlo en condiciones más favorables para mi país, la Argentina, que aquel canje”.

Siempre me pregunto si un periodista debe limitarse a recoger sólo hechos tangibles, acontecimientos materiales, o también debe incursionar en las palabras. ¿O las palabras no fundan realidades? En muchos casos, desde luego que sí. Para ir a un caso extremo, cuando Hitler comenzó a asesinar judíos, hacía ya quince años que venía anunciando su genocidio con palabras. Esas palabras eran actos, antes que las duchas fueran abiertas y sus cabezales escupieran veneno.

Hay palabras que hacen más daño que acontecimientos militares, decisiones políticas o medidas económicas.

La Presidenta, por ejemplo, dijo en ese discurso desatinado que, para ella, “se hace imprescindible la revisación (sic) por parte de todos nosotros, con mucho ejercicio de humildad intelectual, de lo que está pasando fundamentalmente hoy en los mercados”. Postulaba una humildad que no practica, ya que enseguida se jactó de algo que no debería menear: “contamos con una gran ventaja, con la que no contamos los países emergentes, no va a venir ninguna calificadora de riesgos, tampoco va a venir el Fondo Monetario Internacional a decir lo que tiene que hacer este gran país que ha crecido históricamente a raíz de la economía real, y que realmente hoy tiene problemas a partir de una economía de casino o de ficción, donde se ha creído que el capitalismo solamente puede producir dinero. Yo siempre digo (sic) que el capitalismo, señoras y señores, ha sido imaginado para ganar dinero, pero a partir de la producción de bienes, de servicios y de conocimientos, el dinero solo no produce más dinero, necesariamente tiene que pasar por el circuito de la producción, del trabajo, del conocimiento, de los servicios, de los bienes, para que entonces en un círculo virtuoso pueda además generar bienestar a toda la sociedad”. Una contundente lección para los imbéciles norteamericanos, a quienes no se les había ocurrido esa idea.

Después vinieron los hechos. A dos semanas de haber recriminado a los Estados Unidos por no haber tenido un “plan B” para encarrilar su conflictuada (pero nada moribunda) economía, la Presidenta cambió su hiperventilación auto referencial, se alineó con los diagnósticos más severos y amplios sobre alcances y profundidad de la crisis, y armó una especie de comité de crisis, instancia directamente revolucionaria para el oficialismo.

Una Presidenta sobria, respetuosa y ansiosa de consultar y escuchar opiniones no partisanas, sería un auténtico giro de 180º para una praxis política e ideológica que gira en torno de sí misma, escuchándose y consultando solo con los del ”palo”, en cenáculos donde los dedos de una mano sobran para contar los participantes.

¿La edad de la razón ha llegado? Me cuesta una enormidad compartir una esperanza de la que carezco, pero ¿quién sabe? Preocupada en serio, ansiosa por pensar bien y obrar mejor, la Presidenta podría abandonar la ramplonería autoritaria y llamar a las mejores cabezas del país, consultarlas sinceramente y tomar de ellas ideas para encaminar a la Argentina con seriedad y adultez. Grandes viejos afortunadamente vivos, maduras personalidades y gente con cabezas bien amuebladas podrían darle buenas ideas.

¿Deliro? Tal vez, pero me seduce la perspectiva de un país que, sacudido por el sismo planetario, se despierta una mañana resuelto a escucharse sin dogmatismos y a pensar de manera colectiva. Si la Presidenta llegara a atreverse, Gardel quedaría chiquito.

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