Por lo visto me cuesta admitir que alguien pueda morir a la mañana, tanto más si es bien temprano. ¿Cómo puede acabarse todo para un determinado ser, cómo puede un determinado ser acabarse él mismo del todo, cuando a su alrededor el día con sus cosas está apenas empezando? ¿Cómo puede desencadenarse un final así, tan absoluto, cuando el mundo está clareando y rige por lo tanto un principio también absoluto? Me lo pregunto, no lo sé bien (supuse durante bastante tiempo que José de San Martín había muerto a eso de las 11 de la mañana; sólo más adelante entendí que no: que existe una diferencia horaria entre Boulogne Sur Mer y la Patria, que murió a las tres de la tarde, que el que muere muere siempre según lo que marcan los relojes del lugar donde se encuentra).
A la mañana soy optimista, me colmo de futuro, concibo solamente la vida (a la noche voy decayendo y al final me pasa exactamente lo contrario). Será por eso que me quedé perplejo el otro día en la terminal de micros de Buenos Aires, llegando yo de un corto viaje, mis felices vacaciones de un solo día de duración. Bajé del micro y no eran todavía las seis. El gremio de los madrugadores conquista la ciudad durante los amaneceres: imperan los diarieros, los porteros. Pero en la terminal de micros el clima es un poco distinto, una mezcla que no deja saber del todo quiénes son los que ya se levantaron y quiénes los que no se acostaron todavía (pasa lo mismo con los adolescentes en la calle y con los que trabajan manejando taxis. Los propios choferes de micros, esos que nos han traído, responden también a esa ambigüedad).
Entonces, de repente, vi la escena: una persona en el piso se moría. Mantengo con la muerte una relación de prudente distancia. Si Ella viene, yo me voy: es mi criterio, ejercido con la esperanza evidentemente inútil de que, recelando yo tanto de Ella, acabe Ella por recelar un poco de mí. Fue por eso que no me acerqué a mirar. Los signos de lo que estaba ocurriendo no los vi en el que yacía, no supe si se trataba de una mujer o de un hombre, no sé qué aspecto ni cuántos años tenía. Los signos de lo que estaba ocurriendo los distinguí en la gimnasia rítmica y metódica de esos masajes cardíacos que practicaba con rigurosa aplicación un médico.
Una enfermera sostenía mientras tanto en alto una cápsula plástica con suero. Reinaba en el lugar un silencio absoluto, difícil de explicar, sin gritos y sin desesperación, sin gemidos y sin preguntas. Los pasmados que contemplaban los hechos eran testigos, pero no curiosos; no parecían haberse acercado a pispear, no eran morbosos, no tenían que prestar ayuda; se diría que estaban ahí cuando el episodio se desencadenó y luego sintieron que sería una deslealtad apartarse del lugar, una forma de deserción o un acto de mal augurio.
Yo, por mi parte, alejado desde el vamos, como ya dije, no me acerqué: me atuve a la somera visión de conjunto y a continuación dirigí mis pasos hacia el baño de la terminal. Ahí sí que no existe el tiempo: hay una radio portátil que parece estar sonando desde siempre y un cuidador abstraído que en general no tiene edad. Los que vamos y venimos lo hacemos como fantasmas. Escuché que uno decía: “¿Y? ¿Viste al finado?”. El otro no le contestó, o le contestó sin usar palabras. Al oír que decía “finado”, creí entender que, allá afuera, se había producido ya el desenlace. El desenlace fatal, que es como suele decirse.
Pero no, no era así. Salí del baño y me encontré con que el intento de salvación continuaba. El médico no cejaba, seguía pegando tirones desde este lado, el de la vida, queriendo echar a andar ese corazón tan en duda. Pensé entonces en la conversación del baño. ¿Por qué habían dado por muerto al que no era todavía un muerto? ¿Por qué lo mentaron como finado, si no había finado aún? Tal vez fue por fatalismo. Tal vez por odio a la incertidumbre. Tal vez porque leyeron a Borges. Tal vez para no hablar de agonía.
¿Y al final qué pasó? No tengo idea. Salí a la calle y caminé unas cuadras, hasta llegar a la estación del tren. Tomé el Mitre, ramal Suárez. Me parece que ése era el primer tren de la jornada. En la ciudad, a esa hora, nada había que no estuviera naciendo.