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Desastres y comunidad

Crónica del más allá

Es una sensación extraña, una suerte de malestar indefinido, no demasiado intenso pero constante, y casi imposible de verbalizar porque no lo puedo asociar con ningún objeto de mi entorno.

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Es una sensación extraña, una suerte de malestar indefinido, no demasiado intenso pero constante, y casi imposible de verbalizar porque no lo puedo asociar con ningún objeto de mi entorno. Lo más extravagante de todo: sentado en la terraza de un café, observo a los desconocidos que pasan y tengo la absoluta convicción de que la mayoría de los adultos –hombres y mujeres, jóvenes, maduros y viejos, lindos y feos–, están experimentando lo mismo que yo. Esa convicción, que tiene el carácter de evidencia acerca de un estado de ánimo generalizado, es lo que más me perturba, porque me parece una situación insólita, que sólo se podría comparar con la evidencia de la emoción compartida en un acto político. O en un partido de fútbol. O en un concierto. Salvo que, en este caso, me siento formando parte de un colectivo de desconocidos que no estamos haciendo nada juntos.

Cada uno de los innumerables cuerpos que estamos allí, ocupando nuestro pequeño lugar en el espacio urbano de un agradable día soleado de primavera, sabemos que una dimensión a la vez fundamental y dada por supuesta de la cotidianidad contemporánea acaba de desaparecer inesperada, brutal y súbitamente: no hay más aviones en el espacio aéreo europeo y como consecuencia práctica, tampoco hay trenes en los que se pueda encontrar algún asiento. Hemos perdido toda movilidad de largo alcance y, como hace unos cuantos miles de años, los mares nos encierran. En algunos casos quedamos reducidos a poco más que la movilidad de nuestro equipamiento biológico, como por ejemplo en Venecia –donde está localizado el café en el que me encuentro, entre otros innumerables cafés–, pero donde no hay automóviles ni buses, sólo góndolas y lanchas (testimonios, es verdad, del esfuerzo de la especie por vencer el encierro de los mares). No cabe duda que, como se suele decir, yo estaba en el mal momento en el lugar equivocado, a saber, en el 9° Congreso Internacional de Semiótica Visual: lo que teníamos en común unas pocas personas, discutiendo intrincados problemas de retórica de la imagen, en el mismo momento en que el volcán islandés comenzaba a escupir sus cenizas, no nos ha servido de mucho para enfrentar la nueva situación.

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Sea como fuere, y ya en París a la espera de un hipotético avión para el día viernes, sigue dando vueltas en mi cabeza esa experiencia de un colectivo asociado al sentimiento compartido de impotencia ante una situación tan imprevisible como incontrolable. Se puede pensar que la situación no era tan grave, y que la incomodidad afectó solamente a ciertos sectores de la sociedad que acostumbran (y gozan del privilegio) de viajar en avión. Es verdad. Al parecer, en el caso de este volcán con un nombre impronunciable, hasta el momento hemos tenido suerte: las cenizas sólo subieron ocho o diez kilómetros (precisamente la altura de la aviación comercial) pero no llegaron a la estratosfera, donde su dispersión hubiera empezado a afectar los suelos, al menos regionalmente, cosa que ya ha ocurrido en el pasado con otras erupciones que produjeron destrucción de ganados y cosechas, y crisis de hambre.

El recalentamiento global nos augura, para las próximas décadas, situaciones de crisis más frecuentes que en el pasado, y de las cuales somos los responsables directos. Bill McKib-ben, especialista de las catástrofes ecológicas, lo subraya comentando un reciente libro de Rebecca Solnit: “El número de sequías e inundaciones devastadoras está creciendo rápida y ominosamente. Y esto con apenas un grado Celsius de calentamiento global; los modelos de computación muestran claramente que podemos esperar al menos dos o tres grados más, a menos que nos pongamos a trabajar de inmediato”.

El libro de Solnit se llama (en inglés) Un paraíso en el infierno: las extraordinarias comunidades que surgen del desastre. Estudia, precisamente, la formación de colectivos en situaciones de crisis graves. Entre otros muchos datos, muestra que en el caso del huracán Katrina en Nueva Orleans, los saqueos y robos fueron hechos puntuales y aislados, y que el temor al respecto fue alimentado y exagerado por los medios: hubo fenómenos de solidaridad espontánea comparativamente mucho más importantes.

Lo cierto es que las crisis naturales graves, ya esté o no en su origen la actividad humana, son reveladores políticos. Me ponen en relación con el “otro” de una manera radical: como un igual ante la devastación. Ponen brutalmente al desnudo la equivalencia general de los seres humanos y plantean, sin condiciones, la cuestión de la constitución del vínculo social.


*Profesor plenario, Universidad de San Andrés.