COLUMNISTAS

Crueldad

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Primero, la buena noticia: mientras que en 1960 el adulto promedio de América Latina acreditaba sólo 4,3 años de educación formal en una escuela, en 2010 ese promedio se había disparado a 10,2, apenas dos años menos que en los países más desarrollados. ¿Descorchar champagne, entonces? Me temo que no. Hay noticias malas: el célebre y prestigioso examen PISA, que evalúa el nivel de los educandos de todo el mundo, estipula que el latinoamericano promedio de 15 años está dos años por detrás en matemática y comprensión de lectura respecto de sus pares de los países más avanzados. Es una brecha brutal que equivale a menos oportunidades y dificultades cada vez mayores para ponerse a la altura del colosal avance en el conocimiento, directamente ligado al desafío del crecimiento y el desarrollo de las naciones. Se habla de todo esto en la Argentina, claro que sí; no es un tema oculto o invisibilizado.

Pero en los hechos, el debate en los medios, las columnas en los diarios y la aparente preocupación social por la educación no dejan de ser retórica inteligente, incapaz de penetrar la dura piel de la conflictividad docente y el patético registro de la calidad de la enseñanza en los establecimientos del Estado. Naturalmente, no es un rasgo exclusivo de la Argentina.

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En su columna del 26 de julio en The Economist (“Eyes on the classroom”), Mike Reid (“Bello”) asegura que lo más común en un aula de escuela en América Latina es ver a los chicos hablando entre ellos distraídamente, mientras el maestro escribe en el pizarrón. “Es aprender de memoria, no razonando”, subraya con toda justicia. En la Argentina, sin embargo, la casi totalidad de las energías sociales en el ámbito de la educación están concentradas en la eterna pulseada salarial, lo cual ha convertido la actividad en uno más de los escenarios de batalla social, cuyo eje sólo parecen ser los reclamos de dinero, sin que haya tiempo, voluntad ni dedicación para plantearse asuntos a los que los autodenominados “trabajadores de la educación” no quieren abocarse en serio. Un estudio del Banco Mundial preparado por Barbara Bruns y Javier Luque (“Great Teachers: How to Raise Student Learning in Latin America and the Caribbean”) llegó a una conclusión pavorosa: los maestros de esta región usan menos del 65% de su tiempo laboral enseñando en clase, contra el 85% en las escuelas de los Estados Unidos. ¿Y el 35% del tiempo restante? Tareas administrativas, contención social o directamente tiempo perdido. En el caso argentino, las huelgas de los trabajadores de la docencia son parte constitutiva del panorama educacional.

En la provincia de Buenos Aires, ya se dilapidaron este año veinte días de clase en huelgas. Si las responsabilidades del Estado nacional y del gobierno provincial son mayúsculas, no zafan de la condena los mecanismos y hábitos del aparato sindical. La última huelga enseñó mucho, pero no a los alumnos. Tras dos semanas de vacaciones de invierno, los docentes descerrajaron 48 horas de huelga, de modo tal que su receso se extendió graciosamente, en longitud de onda con un régimen de gobierno que en 11 años ha sacralizado los puentes de fin de semana más aberrantes y absurdos. Pregunté el otro día desde la radio por qué no se le ocurrió a la nomenclatura que lidera el sindicalismo docente ir a dar clase el lunes, contener a los alumnos tras una quincena de jolgorio, darles tarea para el hogar y, de paso, explicar por qué pararían a partir del martes. No, prefirieron la francachela sin interrupción, inalterados por un Daniel Scioli que ladra pero nunca muerde. Se acumulan, así, horas aniquiladas de posibilidades de educación en permanente dilución, que no se recuperan nunca. Los sindicatos docentes son fuertes en muchos países y privilegian de manera excluyente su agenda corporativa, pero el caso argentino es muy exacerbado; no hay alarma social verdadera ni auténtica inquietud en los docentes por abocarse alguna vez al indispensable desafío de la calidad de la enseñanza.

Las batallas salariales aparecen y se aquietan de manera circular, pero lo que no cambia es la impertérrita negativa del gremio docente al más mínimo reclamo de evaluación. Prevalece una altanería sindical notable en este sector, a la que hace eco la igualmente llamativa negativa a evaluar seriamente a los alumnos en su auténtico nivel de desempeño. Son asuntos sistemáticamente etiquetados como elitistas, reaccionarios, excluyentes y antisociales. En la Argentina, sugerir que, de alguna manera y en cierto sentido, habría que relacionar, aunque sea parcialmente, el nivel de remuneración y promoción en el sistema con el real desempeño del docente en contenidos y logros, equivale a ser incendiado en la hoguera del progresismo, que identifica igualdad social con mínimo esfuerzo. En en el pensamiento y la militancia de los docentes, ellos son víctimas permanentes de un sistema que les paga mal, pero no parecen preguntarse en serio alguna vez cómo son en el aula, cuál es su competencia verdadera y cómo podrían propiciarse mejores niveles de eficacia educativa, sin renunciar a sus reclamos salariales. Proceden como si fueran intocables y a menudo sus huelgas son actos de apriete político francamente penosos.

La última huelga de lunes y martes post vacaciones de invierno es de una crueldad irritante. ¿Falta de ideas, mediocridad sindical o el producto de una lenta y decadente proletarización del gremio, no casualmente muy receptivo a las consignas más radicalizadas de la izquierda? Todo eso, y mucho más, pero lo cierto es que en materia educacional en la Argentina parece percibirse una extraña y dañina subestimación del factor tiempo. No se evalúan las consecuencias nefastas e irreparables del tiempo perdido. Esa depredación del capital simbólico más precioso de una sociedad (su esfuerzo por dotar de conocimiento a los niños y jóvenes) no es vista como lo que es realmente, una batalla ruidosamente perdida en la pelea contra el atraso y la complacencia.