Recuerdo ahora un chiste que se contaba en España sobre el poco apego al trabajo que tendrían los argentinos: un argentino llega por primera vez a Madrid, y al bajar de la escalerilla del avión ve en el suelo un billete de cien pesetas. No lo levanta, y piensa “mejor empiezo mañana”. No deja de ser maravillosa la idea de que salga plata del piso, sin el menor esfuerzo. De manera no muy diferente se pensó la pampa durante más de un siglo: se tiran unas semillas y listo. Todo crece solo (¡ah, la soja, ese yuyo!). ¿Pasará lo mismo en otros ámbitos?
En la década de 1990 bastaba caminar por Palermo para toparse con alguna editorial de poesía alternativa (por esos años proliferaron también los negocios de venta de pollo al spiedo; siempre pensé que había una secreta línea de continuidad entre la estética del pollo al spiedo y el gusto de buena parte de la denominada ‘poesía de los 90’”). Posteriores a la crisis de 2001 son el auge de los maxikioscos y la aparición de múltiples editoriales independientes centradas en la narrativa y el ensayo (no agregaré nada sobre supuestas continuidades entre uno y otro fenómeno: no soy partidario de los chistes fáciles). La irrupción de este tipo de editoriales no es sólo un fenómeno nacional; sucede en varias partes del mundo. Las editoriales independientes argentinas tienen todas una exagerada buena reputación (¿desde cuándo ser editor se volvió prestigioso?), salen notas sobre ellas de viernes a domingo en cada suplemento cultural porteño. Poco se sabe, en cambio, de otras pequeñas editoriales de acá a la vuelta; por ejemplo, de Chile.
En plenas vacaciones de invierno, cumplo entonces con el afán periodístico de brindar un servicio a los potenciales lectores, en este caso a aquellos que decidan visitar el país trasandino. Entre varias buenas, dos son las editoriales independientes sobre cuyos catálogos propongo detenernos: Hueders y Alquimia. En el catálogo de Hueders, entre otros libros, se encuentran autores que me son bien queridos, como Robert Pinget, Al Alvarez, una Historia personal de Chile, de Rafael Gumucio, que aún no leí (repararé esa situación a la brevedad), la reedición de La orquesta de cristal, de Enrique Lihn, y también una breve novela de César Aira, que leí de un tirón en la Feria del Libro de Buenos Aires, caminando del stand de la Cámara del Libro chilena al de 7 Logos. Pero mi favorito, obviamente, es Todo Santiago. Crónicas de la ciudad, de Roberto Merino, que incluye muchas de las ya publicadas en Santiago de memoria y en Horas perdidas en las calles de Santiago, más otros textos no recogidos en libros.
Como María Moreno, como Monsiváis, todo lo que escribe Merino es bueno. No hay quizás otro cronista urbano como él.
Aquí una frase, tomada al azar de una crónica de 1999: “Las conversaciones de los taxistas deben haber sido lo mismo hace medio siglo que ahora. Tenían de sobra motivos para desarrollar quejas respecto a la inseguridad urbana y a los servicios públicos. Si uno revisa los diarios del verano de 1949 encontrará que la vida santiaguina se ha resistido a modificaciones de fondo.” Ya sin espacio para más, debo agregar que de la editorial Alquimia, la novela Me dijo Miranda, de Federico Galende, más allá de la desalentadora cita a Tabucchi del título, es muy recomendable.