Una de las cosas más bellas del Festival de Cine de Mar del Plata es que para llegar a él hay que cruzar la pampa. Parece una nimiedad, lo sé. Y no hay, aparentemente, una relación directa entre el viaje a través de este llano nuestro y las películas del mundo: aventuras portuguesas, explosiones coreanas, ciudades del futuro. Sin embargo, el lento cruce por la ruta es mejor que cualquier alfombra roja. Las películas tienen mejor sabor. La pampa está allí para separarnos de las cosas. Lo mejor del festival es que no es acá.
Conozco el camino de memoria. No me guío por los mojones de la ruta sino por unas íntimas demarcaciones, miguitas que fui dejando como Hansel, como Gretel. La laguna de Chis Chis, donde filmé hace un par de años y en cuyo pantano de orillas inestables quedó varado el Jeep del director. Atalaya, demasiado al comienzo del viaje como para parar a llenarse de medialunas, pero que en la infancia en Ami 8 hacia Chapadmalal era el primer punto obligado del descanso. La entrada a Dolores, donde chocamos con papá contra un camión de frutas sin luces a mis 18 años y casi morimos para siempre.
El cruce del Río Salado, que es más literatura que río después de las Historias extraordinarias de Mariano Llinás. Viajo por la ruta y veo, en el aburrimiento siempre plano y preparado de esta pampa insólita que nos han puesto alrededor, una película lentísima de unas cinco horas que sólo yo conozco y que se proyecta exclusivamente para mí.
El Festival abre con un documental de Sucesos Argentinos donde se muestran, remasterizadas y opinadas, escenas de aquel primer festival glorioso de 1954, con estrellas poco conocidas bajando de aviones dinosáuricos y otras descendiendo de trenes en la entonces atestada estación de Mar del Plata. Hordas ciudadanas se apiñan para ver pasar a una ignota japonesa, a dos francesitas calientes, a un robusto director de fotografía neoyorquino. Por las noches, unas tomas burdamente iluminadas con algún tipo de seguidor precámbrico exponen el entusiasmo en las veredas de los cines, colapsados de multitudes.
El glamour ha cambiado mucho, es evidente, y ya no le damos ni pelota. Las películas también cambian. Pero las salas seguían llenísimas este fin de semana, y la gente –que forzosamente ha tenido que atravesar la pampa– goza de un envidiable espíritu de fiesta. El cine es nuevo, pero la pampa –donde se me hace inimaginable cualquier signo de futuro– es igual a sí misma; es remota, eterna. Y duerme siempre agazapada.