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Apuntes en viaje

Cuaderno Alejandría

En los embotellamientos de tránsito todos los coches tocan las bocinas sin cesar, y cuando no hay motivo para usarlas lo hacen por principio. Para no quedarse atrás.

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Cuaderno Alejandría. | marta toledo

En enero de 1999 recorrí por primera vez Egipto. Un viaje en verdad estimulante. No conservo mucho material que testimonie aquel periplo. Alguna foto, porciones de registro en vhs y una libreta de notas que acabo de recuperar en mi departamento porteño, como no podía ser de otra manera, buscando otra cosa. Es un cuaderno espléndido, cosido a mano, con detalles de flores y pájaros grabados en la cubierta de cuerina. Al abrirlo, me encuentro con el primer registro del viaje, un retrato bastante preciso del caos de tránsito en Alejandría. Reproduzco tal cual:

(11/01/99) El tránsito está peor que ayer. Los lentos y sucios buses van más lentos que nunca, con pasajeros que viajan en el estribo, aferrados precariamente de una pértiga mientras otros se amontonan en la cabina con el conductor y algunos especímenes se sientan con las piernas cruzadas sobre el techo. 

Los taxis no son mejores; parece haber escasez de repuestos, pues la mayoría de los coches tienen ventanillas rotas, gomas desinfladas y motores defectuosos y carecen de faros y limpiaparabrisas. Los únicos autos decentes son las monstruosas limusinas americanas de los ricos y el raro Austin inglés de la posguerra. Mezclados con los vehículos motorizados, en mortal competencia, están los carretones de los campesinos arrastrados por mulas y el ganado –camellos, ovejas y cabras– que está prohibido en el centro de la ciudad por la ley menos acatada del derecho escrito egipcio. 

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Y el ruido... 

En los embotellamientos de tránsito todos los coches tocan las bocinas sin cesar, y cuando no hay motivo para usarlas lo hacen por principio. Para no quedarse atrás, los conductores de los carretones y camellos gritan a voz en cuello, a más no poder. Desde muchas tiendas y de todos los cafés sale un estrépito de música árabe emitida por radios baratas puestas a todo volumen. Los vendedores callejeros gritan y gritan, y los peatones trabajan de alejarlos. Los perros ladran y los chimangos, volando en círculos, chillan en lo alto. De tanto en tanto todo queda sumergido en el rugido de algún aeroplano. 

Hay aproximadamente una docena de pensiones bien conocidas que sirven a los turistas de diferentes nacionalidades. Mi lugar es un alojamiento barato administrado por unas monjas en el distrito portuario. Lo usan principalmente los marineros que bajan por el Nilo en remolcadores a vapor y falúas cargadas de algodón, carbón, papel y piedras. 

La posada es un edificio grande y deteriorado, que una vez fue la residencia de un bajá. 

Sobre el arco de la entrada cuelga un crucifijo. 

Una monja de túnica negra riega un diminuto cantero de flores al frente de la casa. Es una mujer bonita. Tiene el cabello negro y brillante, largo y espeso, ojos grandes, castaños, ligeramente prominentes, con pestañas voluptuosas y abundantes, mejillas altas que evitan la redondez de la cara y le dan forma, una nariz arqueada, graciosamente arrogante, y una boca plena con dientes blancos y parejos. Su cuerpo es todo curvas suaves. 

Al lado de mi hotelcito emerge una gran casona. En la frescura de la arcada, los hombres de la familia se sientan en divanes bajos y fuman sus narguiles mientras jóvenes sirvientes sirven café en jarras de cuello largo. 

Los días son largos y tibios, la familia es acomodada y los niños, consentidos. (Allí, junto al gran portón tallado, siempre hay un guardia, un gigante de piel negra proveniente del sur, sentado en el suelo, impenetrable al calor.) 

Al salir del barrio de los hoteles, las calles están algo menos pobladas, pero no mucho. 

No puedo ver el río propiamente dicho, pero por momentos avisto fugazmente, entre los edificios abigarrados, la alta vela triangular de una falúa.