Hace un mes, tuve la suerte de pasear por la siempre fascinante, eléctrica y contradictoria Londres. Y tuve la mala suerte de que mi semana londinense coincidiera con otro gesto incendiario terrorista en nombre del pobre Alá, que nada dijo nunca sobre explosivos. Aunque es cierto que tuve la suerte de no ser rozado por ninguna esquirla fundamentalista. Sin embargo, no tuve la suerte de librarme de la ola expansiva más dañina: el miedo.
Además de las severas demoras (“severe delays”) anunciadas por los altoparlantes del subte (The Tube, como le dicen en la capital británica), la huella más notoria que deja la paranaoia anti-terrorista en las estaciones bajo tierra es un afiche gubernamental dirigido a los siete millones de londinenses: “Confía en tus sentidos”.
Un ojo, una oreja y una boca ilustran un breve manual de instrucciones que a mí –argentino criado bajo la dictadura de Jorge Rafael Videla– me sonó feo: “Si usted ve o escucha algo sospechoso, avise a nuestro staff o a la policía inmediatamente.”
¿Algo sospechoso? En una de las ciudades más multiculturales del planeta, debo confesar que casi todos mis compañeros de vagón subterráneo me parecieron sospechosos, porque hablaban raro, se vestían raro, olían raro, miraban raro, y otros fóbicos etcéteras. No tengo dudas de que la misma desconfianza discriminatoria habré causado yo y mi aspecto a los demás usuarios del Tube. Y es muy normal que, siendo humanos, discriminemos, aunque resulte políticamente incorrecto. Cualquier antropólogo podría excusarnos por nuestros instintos discriminatorios, que no son otra cosa que eso, instintos, reacciones condicionadas por nuestra primitiva naturaleza animal, que suele privilegiar la supervivencia por sobre todas las cosas.
Más que aplicar sobre nuestros instintos individuales –compartidos por todo el género humano– el mandamiento políticamente correcto de “no discriminarás”, sería lógico esperar que un Estado moderno, surgido de una sociedad primermundista y democrática como la británica no alentara a su población a convertirse en policía de los sentidos, en vigilante espontáneo de las conductas del vecino, por más extraño que el vecino parezca. Creo entender que una fuerza de seguridad eficiente rastrea terroristas, no “gente rara”. Y que la denuncia de una dama o un caballero inglés sobre un exabrupto de las costumbres en el subte poco puede ayudar a prevenir un complot fundamentalista contra la paz londinense. Así fue como, en 2005, policías británicos balearon de muerte a un brasileño inocente, al que habían confundido con un árabe fanatizado y explosivo.
A pesar del refrán, a veces, el miedo sí que es zonzo.