COLUMNISTAS
HAY ODIOS Y ODIOS

Cuando ganan ellos

Recostado tan largo era el costado izquierdo de mi cuerpo en el piso encerado, empapaba con mi mano derecha el trapo de combate con esa sustancia espesa de color nada, y me sacudía espasmódicamente para sacarles brillo a esas dos placas de bronce, en la base inferior de las puertas de acceso.

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Felicidad. El Rojo festejó en el Maracaná y generó la euforia de sus hinchas. También, el silencio de aquellos futboleros clásicos que se reían de los métodos de Holan. | afp

“Nunca deseé su muerte en todos los años que duró nuestra deplorable disputa –escribió D’Hubert, permítame devolverle la prenda de su vida. Sería justo que nosotros, después

de compartir tanta gloria, sostuviéramos públicamente una amistosa relación”

Josep Conrad (1857-1924); de ‘El duelo’, capítulo 4, (1908): el teniente de húsares Feraud lee la carta de D’Hubert, su colega y eterno rival.

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Recostado tan largo era el costado izquierdo de mi cuerpo en el piso encerado, empapaba con mi mano derecha el trapo de combate con esa sustancia espesa de color nada, y me sacudía espasmódicamente para sacarles brillo a esas dos placas de bronce, en la base inferior de las puertas de acceso. Ya casi estaba. Me acomodé mejor y bloqueé, de la gorra a los borceguíes, bloqueé la entrada de la Ayudantía de Campo del Comandante en Jefe del Ejército, que por suerte no venía casi nunca porque tenía un trabajo nuevo, en Casa de Gobierno, como presidente.

Me habían nombrado soldado de limpieza porque desconfiaban de los periodistas, lo que no impedía que me pidieran números de Siete Días: una decena repartí, cada semana, durante 14 meses. Era el primer invierno del  largo invierno que empezó el 24 de marzo de 1976. A mis espaldas, dos ascensores de puertas doradas y una chapita aclaratoria, “Uso exclusivo de Jefes y Oficiales”. Me robé una, poco antes de la baja.

Yo, dale que dale como Karate Kid con el auto de Miyagi, ensimismado con el deber patriótico: unidad Brasso, uniforme de combate. Hasta que escuché la voz.

‒Permiso soldado.

Me paralicé. Uno, en el piso, acariciando metales o cortando el césped con la mano, lo mismo da, se olvida del mundo. Esa voz grave, acostumbrada a dar órdenes, me devolvió a la realidad.

‒Soldado‒repitió, amable.

Giré hasta quedar de espaldas y lo vi, como en un observatorio de estrellas. Abotinados negros, pantalones grises, piernas como columnas, botones dorados, chaqueta verde, attaché, corbata gris, bigote, orificios nasales, nariz, cejas, visera. Recorrí el paisaje en un segundo, inmóvil. El se impacientó, movió sus columnas grises y pasó por sobre mi cuerpo con facilidad. Lo esperaban.

Casi que había olvidado la historia, hasta que una tarde se me ocurrió hablar sobre la mañana en la que Jorge Rafael Videla me pasó por encima, literalmente. Discutíamos sobre el odio en la redacción del PERFIL diario de 1998, y yo había escrito una contratapa por la detención del ex dictador. “Haber soñado tantas veces con el castigo para aquel siniestro Videla puede hacernos dudar ahora, frente a este anciano frágil. ¡Maldita piedad!”, me desahogué.

Es que el buen villano no debería envejecer. Debería mantenerse joven por siempre, vientre plano, peinado y ropa a la moda, última tecnología, sonrisa profesional, odio a mano.

El miedo neutraliza al odio, lo absorbe. El odio necesita, como el fuego y la pasión, oxígeno y espacio para ser. El odio es un sentimiento tan fuerte como el amor. Hay odios autodestructores, los hay aliviadores, y también están los de morondanga, que son juego e inocente metáfora. Como pasa con la política y el amor, la continuación de la guerra por otros medios, ¡oh, santo Von Clausewitz!

Uno juega al odio frente a la tele con el negro de Old Spice, la pareja del Galicia, el dibujito de Vívere que dice “chuavechito”, o el mexicano de Trivago y sus mil hoteles. Pequeñas broncas que distraen y ayudan un poco a vivir.

Escondido en algún lugar de mi casa en Avellaneda, quedó mi carnet de Independiente. Allí me llevó mamá Aída, a los 4, hasta que Racing hizo sus piletas. Fui feliz porque hinché por ellos cuando perdieron las dos finales del mundo contra el Inter. Pero mis amiguitos rojos preferían que nos  ganase el Celtic, ay. Nunca los perdoné.  

Decidido a eternizar la infancia, me alegraron más los fracasos de los Rojos que los triunfos de Racing. Y ahí quedaba. No me gusta la broma cruel ni escupir hacia el cielo. Disfruté su descenso como una reparación histórica de la trágica jornada del 22 de diciembre de 1984. “Cosa maravillosa / cosa de no creer / Independiente / Campeón del Metro / y Racing se va a la B”, cantaba el coro de pesadilla. Estuve allí. Fui a sufrir. Así son los amores insensatos, colegas.

Empecé a preocuparme cuando Holan, con lo que tenía, que no era mucho nunca gastó, como Racing, 12 millones de dólares para armar el mal equipo más caro de la historia hacía jugar bien a un equipo sin nombres  rutilantes, con el club en guerra con la barras y una economía en una emergencia permanente. “A ver si ésos salen campeones, ahora”, pensé. Ay.

Se rieron de Holan cuando usaba drones y porque venía del hockey, dos pecados mortales para ciertos futboleros clásicos, especialmente los autodenominados “resultadistas”, subgénero que insiste con una de las ideas más idiotas en la historia universal: “No me importa cómo, yo quiero ganar”.

Con estos, tipos Nixon no hubiese renunciado por su Watergate, Lance Armstrong seguiría girando con su bicicleta a chorro y la Década Infame nativa sería la obra de “un técnico inteligente que supo cómo lograr el objetivo”. Y bueh.

Me gusta Holan, su ingenuidad de hincha, su tranquilidad frente a las crisis, su idea estética. Me cae simpático, maldito sea, y es inteligente para parar a su equipo y disimular falencias, que las tiene.

En un tiempo de odios vacíos, construidos desde la posverdad, de dobles discursos multiplicados por mil, decidí archivar mi dulce odio infantil y decir‒no es fácil, nací en Avellaneda: “¡Bravo por Independiente, nuevo campeón de la Copa Sudamericana!”. Uf. Y ahora un cantito vintage para matizar: “Suben las papas / suben los limones / de Avellaneda / salen los campeones”.

En una época donde el odio nos sale tan fácil, compatriotas, tratemos de usar la cabeza y el corazón. Les recuerdo una vez más: todo es posible en estas pampas de crisis. Hasta lo bueno.