La conducción de los Montoneros no soportaba la realidad”. Seguramente, no será éste el concepto más importante del legado intelectual que el ex guerrillero Hector Leis ha dejado para la discusión de los turbulentos años 70. Su escritura y su voz fueron filosos dardos disparados sobre la conciencia de una generación a la que le faltó –salvo honrosas excepciones– coraje para desprenderse del engreimiento y asumir los costos de su monumental fracaso.
Leis era un provocador. No buscaba agradar sino voltear los muros del silencio cómplice. Dio un paso al frente para que otros tuvieran que darlo. O al menos para que sintieran la incomodidad de la deuda pendiente. Se murió consumido por una enfermedad lenta y cruel (tan cruel como para mantenerlo lúcido casi hasta perder la última gota de aire) el sábado 6 en Florianópolis, Brasil, el país que lo supo abrigar en los desangelados tiempos del exilio. Se murió asimismo sin ver demasiados progresos en la polémica que buscaba desatar con la fuerza de un azote. Lo acompañó gente lúcida y valiente como Graciela Fernández Meijide, con la que discutió sin buscar la unanimidad –sin necesidad de fusionarse–, pero no encontró eco entre sus viejos compañeros de la insurgencia revolucionaria. Ni que decir de los dirigentes de su organización, muchos de ellos devenidos en dirigentes políticos, exitosos empresarios, embajadores o exiliados de lujo a los que ninguna de aquellas cuentas parece incumbirles. Arrogándose la representación de los muertos, construyendo monumentos y con alguna dosis de venganza a cuestas, han calmado la sed de sus conciencias. Nada que revisar.
A esta altura, quizás haya lectores que estén preguntándose a qué viene este cuento sobre viejos otoños en una nota que naturalmente debería zambullirse en los lodazales de la actualidad. Sin embargo, puedo esgrimir en defensa propia que ese pasado, martillado con vehemencia una y otra vez por la dirigencia política oficial durante la última década, sigue marcando el compás que anima el presente argentino. “A mi izquierda está la pared”, dijo hace unas semanas la presidenta de “los cuarenta millones de argentinos”. “Ayer, Braden o Perón. Hoy, Patria o buitres”, rezan los carteles de una agrupación oficialista que inundan el Centro de la Ciudad. “A Cristina se la defiende militando”, promete a su vez el grupo Megafon, que, aunque suene a plan para adquirir teléfonos celulares, es en verdad un homenaje a Marechal y “encuadramiento” barrial y universitario del movimiento kirchnerista.
Este capitalismo chueco, piloteado por muchachos que necesitan invocar a Karl Marx para hablar de rentabilidad de las empresas o que claman por la justicia social pero se les acaba la paciencia cuando sus trabajadores piden aumentos de salario, es también el resultado de esa distorsión histórica: quisieron meter la épica de la revolución en un envase equivocado. “Si hay paro, la empresa va a cerrar por culpa de los gremios”, les hizo saber a sus operarios el comandante Mariano Recalde, presidente de Aerolíneas Argentinas y otras cuatro sociedades del Estado, cuando los sindicatos del sector le reclamaron el 35% de aumento, el lunes pasado. “Como toda empresa, corre riesgo la continuidad”, acompañó desde la cabina el superministro Axel Kicillof, quien –imbuido de su peculiar marxismo– descalifica las cifras sobre pobreza que brinda el Barómetro de la Deuda Social de la Universidad Católica, pero se niega a reconstruir las estadísticas que su gobierno se encargó de convertir en magia negra. “Ramal que para, ramal que cierra”, había prometido muchos años antes Carlos Menem al iniciar el exterminio de la red ferroviaria nacional. Claro que en esos tiempos nadie sentía culpa por el privatismo desembozado ni pretendía encajar “el modelo” de este lado de la pared.
La semana que termina fue pródiga en ejemplos de esa pelea a brazo partido que el oficialismo mantiene con los hechos. Mientras se conocía que media provincia de Buenos Aires volvía a sumergirse bajo las aguas de la desidia y la falta de obras –comprometiendo seriamente la producción agropecuaria del año– y se revelaba que el 42,6% de los adolescentes del Conurbano sobrevive bajo la línea de pobreza, la Presidenta anunciaba la construcción de un faraónico Polo Audiovisual en la Costanera porteña, un complejo de 335 metros de altura (“el más alto de América Latina”), rodeado de un maravilloso jardín que emulará al mismísimo Central Park y dejará a Nueva York como una ciudad de las postrimerías del desarrollo. Mientras el dólar paralelo atravesaba la barrera de los $ 14 (y hubo agoreros que comenzaron a reclamar una nueva devaluación del 70%), la jefa de Estado acusaba a las empresas automotrices de “encanutar” los vehículos que la pujante clase media argentina se desespera por adquirir. Y, finalmente, mientras los buitres nacionales –como el Instituto de Estadísticas de la Ciudad de Buenos Aires– propalaban que la inflación de agosto estuvo por arriba del 2,3%, el Indec nacional y popular nos depositaba en las tranquilas costas de un país que va acomodando sus precios en su medida y armoniosamente: 1,3% para todos y todas. “Irreversible”, dirán los muchachos de La Cámpora.
Es posible que cuando se habla de final de ciclo (aludiendo al cierre de la etapa K), en verdad se esté hablando de una etapa que comenzó mucho antes, allá por los 60, y no pudo desarticularse en los años posteriores. La superioridad moral que destila el discurso agonizante de los gobernantes de hoy es hija de esa generación a la que Leis buscaba desesperadamente despabilar. La soberbia triunfalista, la visión conspirativa de los hechos históricos y –sobre todo– la absoluta falta de autocrítica son marcas de aquella juventud que envejeció sin madurar. No importa si la etiqueta de origen dice Montoneros, el vanguardismo setentista de ayer y sus herederos ideológicos de hoy no pueden soportar la realidad. Por esa razón, más temprano que tarde, chocan y dejan tras de sí un tendal de heridos. Entonces, la frustración es inevitable.
*Periodista y editor. Miembro del Club Político Argentino.