El pasado 23 de junio se celebró en Uruguay el primer paso del referéndum contra la ley de despenalización del aborto, votada a fin del año pasado por el Congreso Nacional.
Esta forma semidirecta de democracia está prevista en la Constitución uruguaya para someter a ratificación popular una ley sancionada por el Parlamento.
El procedimiento es complejo porque consta de dos instancias. Luego de reunida una cantidad de firmas, la Corte Electoral convoca a un acto electoral no obligatorio donde debe obtenerse el 25% de los votos del total de inscriptos para interponer el recurso de referéndum. Sólo si se alcanza ese porcentaje de adhesión, la ley puede ser ratificada o rechazada por el electorado en una elección posterior.
Los sondeos anteriores al acto del 23 de junio anunciaban el fracaso de la convocatoria. Las predicciones fueron cumplidas, porque sólo el 8,63% de los electores concurrió ese domingo a las mesas de elección.
Estos vaticinios no influyeron sobre el ánimo de importantes figuras de la política uruguaya. La previsible impopularidad de la convocatoria ni siquiera medró el ánimo de los precandidatos presidenciales de las distintas fuerzas políticas que el año próximo disputarán entre sí para suceder al actual presidente José “Pepe” Mujica.
Sin dudas, el caso más destacado es el de Tabaré Vázquez, que encabeza todas las encuestas de intención de voto y pertenece al Frente Amplio, que fue promotor de la ley que se intentaba cuestionar en ese acto. Ya en su mandato presidencial había asumido el costo político de vetar la ley de despenalización del aborto que había promulgado el Parlamento a instancia de su sector político. Tampoco tuvo reparos en esta oportunidad en concurrir a un acto electoral que no contaba con el aval del Frente Amplio ni la adhesión popular. Las convicciones y la coherencia entre pensamiento y conducta pudieron más que los asesores de imagen y el marketing electoral.
Este hecho que puede parecer anecdótico e insustancial marca una diferencia notable entre los hábitos políticos del Uruguay y los que adoptan muchos dirigentes contemporáneos, más pendientes de las encuestas y de la necesidad de agradar como objetos de un escaparate que de responder a pensamientos y valores.
Mientras asistimos a la consagración de la telepolítica, donde mandatarios y candidatos actúan ante el pueblo como figuras del espectáculo, atentos a despertar el aplauso y la adhesión sin importar el contenido, cuando toda aparición pública del dirigente se prepara y ensaya para hechizar a los destinatarios, el respeto por las convicciones parece una virtud refugiada en las novelas de caballería.
Por eso me parece destacable este hecho –que no comparto desde lo ideológico pues soy partidario de la despenalización del aborto–, ya que implica un modo de ejercicio de la política que devuelve el sentido profundo de la democracia y del rol que tiene la dirigencia en esa forma de estado.
Así como Uruguay ha sido pionero en el reconocimiento de derechos humanos y en el desarrollo de la democracia social, tal vez pueda hoy influir para retornar a costumbres olvidadas, como la afirmación de las convicciones ideológicas y la austeridad republicana.
*Profesor de Derecho Constitucional y Legislación Cultural en las universidades de Buenos Aires, Córdoba y Flacso.