Encontrar entre la fiebre editora de fin de año un libro que valga la pena: una tarea complicada. Dos es decir mucho. Tres, prácticamente imposible. Y cuatro: un milagro. Y sin embargo y sorpresivamente, estos últimos meses han sido pródigos en títulos de inusual calidad. Ahí están Los enamorados, la novela de Alfred Hayes; Las crónicas de Trash, de Alejandro Seselovsky; los ensayos sobre cultura contemporánea de Diedrich Diederichsen Psicodelia y ready-made; y finalmente el iluminador Después del rock. Psicodelia, postpunk, electrónica y otras revoluciones inconclusas, de Simon Reynolds: una colección de artículos del prestigioso crítico de rock británico, que todo melómano deberá agradecerle (de rodillas, si es posible) al sello Caja Negra y al periodista Pablo Schanton, responsable de la selección, la introducción y la entrevista que cierra el libro.
Reynolds nació en 1963 en Londres, comenzó su carrera como crítico musical en Melody Maker a fines de los 80 (y escribió para Village Voice, Spin, The Guardian, The Wire) y más tarde leyó bien a Roland Barthes y a Jacques Derrida. Pero antes (y sobre todo) había vivido la escena punk en Inglaterra mientras era un adolescente, y tiempo después se licenció en Historia en Oxford. Lo que resulta de esa cruza de experiencias vitales y de lectura es un sistema expositivo de ideas claro y ordenado pero no menos complejo y sofisticado, de saberes aplicados para analizar, con rigurosidad y pasión, épocas y movimientos musicales como el rock, el pop, la psicodelia, el punk, el dance, el hip-hop (los artículos “Postpunk. La revolución inconclusa”; “Historia electrónica”; “¿Se terminó el underground?” y “El agotamiento de la innovación: la música pop en la primera década del siglo XX” son sencillamente insoslayables) y algunas de sus figuras emergentes. Schanton señala en la introducción del libro que el gran logro de Reynolds fue el de haber eludido “los dos grandes clichés analíticos del rock”; es decir, “el lirocentrismo y la sociología”, a favor de “focalizarse en la materialidad sonora y, a partir de ahí, sacar conclusiones más generales”. Proponer “una ética de la estética”. Y así es. El estilo de Reynolds es asertivo y elegante, y es utilizado en función de cartografiar el pasado a través –y son sus palabras– de “una escritura evangélica que comunique convicciones” y combine “la excitación con una carga de sentido”. Así, Madonna es desnudada como una oportunista que sabe convertir como nadie tendencias emergentes del underground en mainstream, en favor de su egocentrismo y cuenta bancaria; el hip-hop, puesto en contexto como una música reaccionaria y no liberadora; el rock, como ese género que atraviesa desde hace mucho tiempo una zona retro sin riesgos; y la década que acaba de cerrarse como la musicalmente menos interesante de los últimos cuarenta años (“¿Pero es que realmente todo el mundo se ha quedado sin ideas en simultáneo?”, escribe.). Reynolds incluso arriesga que es probable que la nueva revolución musical (ese “deseo de futuro”) venga de Oriente, de China o la India.
Desde el prólogo del libro (arltiano hasta el plagio inconsciente), Reynolds proclama su idea de lo que debería ser la escritura sobre rock: ferviente, ridículamente polarizada, arriesgada hasta el absurdo, embriagada de su propio poder, precisa y severa, para producir un efecto de verdad que sea como un puñetazo. ¿No sería deseable hoy mismo una crítica literaria por el estilo?