Hace un par de días, en la sala de espera de un consultorio, tuve oportunidad de repasar enteras una revista Gente y una Caras. La colección de trompas explotadas, pómulos inyectados, párpados levantados, tetas infladas, culos resaltados y cinturas lipoaspiradas me llevó a preguntarme para quién se realizaban esas criaturas aquellos tormentos deformantes. Eso me recordó un cuento oriental, que reproduzco para beneficio de los lectores.
“Una vez, un médico árabe recibió la visita de un hombre tan enamorado de su mujer y a la que tenía por dotada de tantas virtudes que pasaba los días imaginando otras, no presentes o no desarrolladas aún en ella, y que él quería agregarle en la creencia de que esa sumatoria de perfecciones elevaría su dicha hasta llevarlo al absoluto de la felicidad. El médico no quiso aplicarse a la tarea sin advertirle antes los riesgos. Pero el visitante era riquísimo y depositó a sus pies joyas, candelabros, monedas, pendientes, ajorcas, esclavas, collares, anillos, brazaletes. Así, el médico aceptó y su cliente le precisó el encargo: a la fantasía básica y puramente aumentativa de los atributos naturales (donde había cinco dedos debía haber diez; ocho pechos níveos le darían más gusto que dos; la belleza de esa mirada oscura se vería multiplicada si se agregaba un par de ojos más, etcétera), él quería sumarle lo que hasta el momento había sido vedado a la especie humana: alas de libélula de tamaño proporcional y extremadamente resistentes para que su amada y él se elevaran juntos y en éxtasis en el momento final del abrazo; zonas de piel de serpiente para que el arte de la gran tentadora del Edén se insuflara en su alma… No vale la pena continuar con el detalle. Lo que al médico le asombró fue lo convencional del catálogo y lo aberrante de la combinatoria. Una verdadera transformación mejora lo real agregándole el interminable espectro de lo inexistente”.