Hace muchos años, a mediados de los 80, pasé una temporada larga en la casa de mi abuela Clara, en Coney Island, Brooklyn, Nueva York, que en ese entonces era el barrio judío de esa ciudad. Por esos días, el gobierno de Israel había bombardeado los Territorios Ocupados, con decenas de palestinos muertos, lo que provocó una condena de gran parte de la comunidad internacional, incluida la del gobierno alemán. Mi abuela me dijo: “Estoy de acuerdo con la condena de todo el mundo, menos la de Alemania. En relación con Israel en particular y con los judíos en general, Alemania no tiene derecho a hablar, tiene que quedarse en silencio hasta el fin de los días”. Mutantis, mutantis, me pregunto si esa situación no debería ser también las de los varones en relación con temas de género, con los debates feministas y con las cuestiones teóricas y políticas que de allí se desprenden. Después de siglos y siglos de patriarcado, tal vez los varones no estemos en condiciones de reflexionar públicamente sobre esos asuntos, incluso tomando posiciones afines al feminismo. ¿Puede un varón discutir en ese horizonte? ¿Puede un varón declararse feminista? O, al contrario, por el mero hecho de hacerlo, ¿se convierte ya en machista al estar, tal vez, usurpando algo que no le corresponde y por lo tanto reproduciendo el orden patriarcal? No lo sé. Y este “no lo sé” no es una frase retórica, sino la afirmación de una incerteza, de un andar a tientas, de un problema irresuelto que toca la fibra central de nuestras vidas.
Sé, en cambio, cómo funcionan la crítica literaria y la crítica cultural, y cuando se equivocan. Se equivocan cuando pretenden pensar desde las intenciones de los escritores o de las figuras públicas que analizan. Por ejemplo, en mi columna de la semana pasada, suponer que yo estaba clasificando a las mujeres con poder en política por su deseo sexual (algo que obviamente desconozco y que pocos acceden a conocer) es un evidente error, ya que lo que me proponía describir –creo que ni falta hace aclararlo– era otra cosa: la construcción específica de ciertas imágenes públicas de las mujeres presidentas, y cómo esas construcciones públicas –objeto primordial de la crítica cultural– afecta de determinada manera a los medios de comunicación hegemónicos controlados por varones.
Dejando esto atrás –o no tanto–, debería volver a la promesa también de la semana pasada de escribir sobre Georg Simmel, en especial sobre sus ensayos sobre la moda, la coquetería femenina y su relación con la modernidad. ¿Podré hacerlo en los menos de 900 caracteres con espacios que me quedan? No lo creo. Puedo avanzar entonces sobre lo que vendrá la semana que viene, es decir, en mi interés sobre esos textos. Escritos entre fines del siglo XIX y principios del XX, Simmel usa la reflexión sobre asuntos que en ese entonces aparecían como femeninos (que obviamente deben ser repensados, criticados y releídos a la luz de las teorías de género de la segunda mitad del XX y del siglo XXI) para reflexionar sobre el modo complejo e incluso paradójico en que se establece el lazo social. Cercano a Weber (que, en verdad, antes que en el lazo social se interesa en el sentido de la acción social y en las formas que adquiere legitimidad) pero, curiosamente, también a Durkheim (al Durkheim leído por Emilio de Ípola), son cuestiones que siguen manteniendo una actualidad crucial.